viernes, 25 de abril de 2008

No-libro



"Beware the Jabberwock, my son!
The jaws that bite, the claws that catch"

Lewis Carrol, The Jabberwocky


300 escritores, 123 librerías, 450 actividades. Cineastas, novelistas, músicos, actores, lectores, fisgones, impostores, inflamadores, mirones, mironas, atorrantes, celestinos, desaliñadas jovencitas de pantalones a la cadera, acicalados escritores, postestructuralistas y pillos con bolsas del Vips. Más que una noche, fue una epopeya libresca.
Por tercer año consecutivo, la ciudad de Madrid organizó la que se conoce como La noche de los Libros, una iniciativa que pretende llevar la lectura y la palabra escrita al ciudadano, convirtiéndola en un variopinto potaje de eventos, desde Michel Houellebecq hasta Juan Gelman. La noche de los libros: un evento cuyo resultado final es directamente contrario a su propósito. Por más que lo intente, no corra, no se precipite, alguien se llevará el libro por usted.
Pero la noche no se limitó al paseo esquizofrénico alrededor del Círculo de Bellas Artes. Hubo más, mucho más: recitales simultáneos en más de cien salas imposibles; debates con aforo lleno; firmas de libros -con empujón, clavel rojo y todo- y como broche de oro de tan congestionado día: un concierto de la poeta y cantante estadounidense Patti Smith en la Real Casa de Correos, que permaneció tomada hasta las ocho de la tarde por un grupo de desalojados y chabolistas de La Cañada real. ¡Vivienda justa, ya!, gritaban, mientras un coqueto grupo de turistas italianos los fotografiaba, como si formaran parte de la atracción literaria.

Para recuperar el aliento del Madrid que un escritor como Paco Umbral hubiese retratado, La Noche de los Libros escogió lugares emblemáticos - El Café Central, el Café Comercial, el Café Hispano y el Café Cine Doré – para celebrar tertulias en horario matiné. Desfilaron Luis García Montero, Javier Marías, Soledad Puértolas, Eloy Tizón y Vicente Molina Foix, también cineastas fallidos, entre ellos Alex de la Iglesia y Julio Medem (cuya tertulia no se celebró); cantantes como Joaquín Sabina y artistas como Chema Madoz. De Moyano hasta Sol, libro, libraco, libresco, librito. Todos fuera de la carpa, a la cola de la cultura urbana. En Casa de América el ganador mundial de la Red Bull Batallade Gallos 2006 viste a Juan Gelman de Bling Bling y la literatura es más literatura porque lleva technics .

El centro de la ciudad se convirtió en hormigueo de espectadores, decepcionados oyentes y exasperados amantes de la literatura. Colas de dos y tres cuadras para los eventos más importantes, entre ellos la conferencia del autor francés Michelle Houellebecq, autor de Las partículas elementales, Plataforma y La posibilidad de una isla, a la que sólo pudieron asistir los primeros cincuenta del centenar de lectores que se agolpaba en la calle Alcalá para escuchar su conferencia sobre el lobo feroz, esa esperada carnicería infantil.
En el mapa arrugado de tanto manoseo, abundan los puntos fluorescentes de una noche con libros y localidades agotadas. Y aunque a las ocho de la tarde la acera revienta de tanto peatón, aún hay espacio para reconocer una ruta de pequeños lectores que un graffitero inocentón ha dibujado a los pies del Paseo Recoletos.


Esto es absurdo. Pero me gusta, y mucho.

viernes, 11 de abril de 2008

Madrid, 11 de abril de 2008

Foto. David Maris

Si yo fuera Daniel Pennac, caminaría oronda por la vida, me demoraría en los quioscos para mirar los periódicos y me aprendería de memoria las guerras gálicas. Bajaría de peso y me olvidaría de los mariscos, perdería el apetito y me rendiría a los pies de una estatua. Usaría el autobús número nueve en lugar del uno y no llegaría nunca a casa antes de ocho. Leería de madrugada y bebería agua con gas, todo a la vez, como si fuera Daniel Pennac.


Pero supongamos que llego a serlo. Supongamos que soy Daniel Pennac; que convierto bebés en granadas sin pasador, que hago caminar blancas novias por los pasillos de cárceles para fotografiar a sus descuartizados prometidos, que uso el absurdo a mi antojo y en lugar de escribir, despacho las novelas. Supongamos, repito, que soy Daniel Pennac; que me traducen mal al español y aún así enloquezco a los dobles de un dictador mientras dormito en mi hamaca. Haría las cosas como se deben. Me levantaría de este escritorio, saldría por el pasillo de madera y en lugar de dar un portazo, me robaría el perchero y bajaría fumando por el ascensor.


Supongamos que, siendo Daniel Pennac, puedo crear las cosas de un balazo. Con tan sólo apretar un percutor más una coma. Hago lo que quiero, por algo soy Daniel Pennac: árboles con orugas nacaradas; escaleras con mujeres trenzadas a los pasamanos; besos con celo y purpurina; plazas con sillas de teflón y árboles que arden fácilmente; fósforos entre los dientes y un corazón intravenoso y moruno.


Si yo fuera Daniel Pennac, insisto, caminaría oronda. Pero no soy Pennac. No lo soy. Soy sólo esta mujer que toma pastillas amarillas; esta mujer que ha dejado de dormir pos las noches; soy esta mujer que padece su cuerpo como una herida: soy esta mujer que hoy llega tarde a la oficina y se empapa bajo el tráfico; soy yo, la que escribe una novela edificio sólo para prenderle fuego en la última página. Soy esta mujer que mira llover. Soy yo, recordando. Porque, de ser Daniel Pennac, hoy no sería la fecha que corre. Sería sólo once de abril. Sólo eso.

martes, 8 de abril de 2008

La mujer zurda




Con el perdón de Peter Handke


“¿Cuánto tiempo llevas en la empresa?”.Afuera llovía. Llovía sin ninguna convicción. “¿Seis, siete meses? No estoy segura… Septiembre, uno; octubre, dos; noviembre; tres… -comenzó a contar con los dedos, lo intentó varias veces- Siete meses. Sí, siete. Llevo siete meses aquí”. Desde su silla, la mujer zurda miraba, exhausta, a través de la ventana. Podía ver la lluvia que caía sin ganas y la cara abollada con la que el socio director se relamía en su dramatismo.

Miró las gotas, luego el rostro de su jefe. Prefirió las gotas. Se concentró en ellas e imaginó cómo iban juntándose una a una sobre la acera, las gabardinas, los árboles y las ventanas de los coches. Pensó en las mujeres despeinadas que, afuera en la calle, esperarían el autobús número 74; pensó en el agua anegada que ablandaría sus bolsos y zapatos; en el cristal empañado que sofocaría el autobús. El socio director hablaba sin parar, mientras ella recorría el ventanal con sus ojos, siguiendo el ritmo de la lluvia. Lenta, amarga y saladamente.

“¿Estás conmigo? ¿Me sigues..? ¿Me estás escuchando?”. El socio director resopló cansado -malhumorado- y hundió las manos en su cabello. Así estuvo un buen rato, como si el fijador hubiese atrapado sus dedos para siempre entre su pelo. “Tu evaluación se ha atrasado más de la cuenta, y ya es hora de que comentemos algunas cosas”. Algunas cosas, ¿cuáles? Su tono de amigo artificial comenzó a enlentecerle los párpados. Se hizo un silencio de gotas gorditas en el despacho. “Siete meses es mucho, es demasiado tiempo, ¿no crees?”.

La mujer zurda sintió frío. Tocó su reloj de pulsera –ya habían pasado los diez minutos que dijo que duraría aquella conversación-, luego se frotó las manos contra los brazos. Notó que un pequeño pozo, del tamaño de una moneda, crecía entre sus pies. Volvió sus ojos al socio director, que le miraba como a un escarabajo que hace flexiones. “Incluso podría dedicar parte de mi tiempo, o el de la empresa, para buscar la mejor salida para ti”. Una mejor salida para ti Samsa, le pareció escucharle decir. Se movió un poco en la silla para evitar el charco de agua que comenzaba a formarse bajo el escritorio. “Tu personalidad es agresiva… no sólo la percibo yo, también el resto de tus compañeros . Y temo… -ella volvió a vigilar el piso-, temo que los clientes también”.

La mujer zurda giró su cabeza a ambos lados, aunque tenía miedo de descubrir más agua en las esquinas del despacho. “A veces me desconcierta que cuando se te habla claves los ojos en las esquinas, en la ventana, en las hojas del árbol… a veces en la nada”. Ella asestó el comentario y recogió sus movimientos al tiempo que el socio director continuaba su firme propósito de evaluarla, mejor dicho, de clavarla con un alfiler sobre una plancha de anime con un cartel de cotinis nítida bajo las patas.

¿Acaso él no lo notaba? ¿Sólo era ella quien temía que el agua continuara subiendo? ¿Sólo ella pensaba en la guerra de los paraguas, afuera, en la calle? ¿Era ella la única en ese despacho que no sabía nadar? ¿Era, acaso, la única que se moría de frío? El agua ya no sólo entraba por las esquinas y las separaciones de la madera, ahora corría, en pequeños chorros, desde los volúmenes de publicidad y mercadeo apilados en la biblioteca, empujando consigo una colección de objetos tristes y utilitarios: el pisa papel de plastilina del día del padre; los portarretratos sin fotos en los estantes; el cuenco de los lapiceros sin tinta. Todo, incluso sus zapatos, comenzaba a ceder al peso del agua.

“Aquí no echamos a nadie, a nadie. Al contrario…”. El agua llegaba ya a sus rodillas. “Y no se trata sólo de ser diligente o eficaz en las gestiones. No es sólo eso”. Afuera, las ventanas de los otros edificios perdían la piel, alisándose con el peso de la lluvia. “Cuando un consultor no hace bien su trabajo…”. El teléfono no paraba de sonar en recepción; nadie cogía. A la mujer zurda le dio por pensar que todos huían por las escaleras de emergencia mientras ella permanecía sentada viendo cómo, poco a poco, el agua tocaría su cuello.

“Desde que llegaste, tu comportamiento ha sido irregular, desconcertante…”. El agua llegaba ahora casi hasta la cintura. La oficina entera se había convertido en un enorme pozo de agua y papeles. Pensó en interrumpir al socio director, pero prefirió callarse. Si él no hacía un alto, sería porque lo consideraba verdaderamente importante, tanto como para ahogarse despidiéndola. Exhausta, la mujer zurda miró la ventana. Volvió a tocar su reloj de pulsera.

El socio director iba y venía, pormenorizando un catálogo de sus imperfecciones y escasas aptitudes. Y como si la conociera, como si en verdad la conociera, comenzó a opinar y sugerirle, aturdiéndola con una voz blanda y gangosa de quien grita bajo el mar. La mujer zurda sintió que el nivel del agua sobrepasaba su pecho y comenzaba a treparse hasta el cuello, incluso la barbilla. Y como Laura Brown en la cama de un hotel o la propia Virginia Woolf, la mujer zurda se hizo suicida y acuática. Miró la ventana, luego tocó su reloj de pulsera y cerró los ojos en su propio golpe de hartazgo y creación.

Se despertó sobre la cama revuelta, con el edredón ahogándole y las sábanas pegándose a sus piernas. Eran las nueve menos cuarto de la mañana. Se incorporó de un golpe y despertó a Amado, que seguía dormido como un tronco. Se vistió y peinó como pudo. Y mientras Amado hacía su propio reguero de agua en el baño, ella buscó la falda de ayer que aún seguía en la silla, una camiseta blanca de hacer deporte y un par de zapatillas negras que se calzó a toda velocidad. Recogió el cabello todo en un moño húmero que goteaba sobre el abrigo. Salió de casa como un bello espanta pájaro que llega tarde a la plantación. “Amado –le dijo mientras gateaba buscando las llaves-, anoche tuve sueño raro”. “¿Cuál?”, le dijo él mientras bajaban por el ascensor. “Lo he olvidado”.

Amado la dejó donde siempre, en la esquina, a dos manzanas del trabajo. No más llegar al portal número 18, se topó con el socio director. Él llegaba a su hora; ella media hora más tarde de lo previsto. Ambos presionaron a la vez el botón número cuatro, se dieron y se quitaron el paso mutuamente y entraron en la oficina, sin decir más que buenos días. La mujer zurda comenzó a deshacer el cinto de la gabardina, rumbo a su puesto. “Espera, antes de irte a tu despacho, ¿tienes diez minutos?”.

Entró a la oficina del socio director y se quedó de pie frente a su escritorio, mirando directamente al ventanal que daba a la avenida. “Siéntate por favor...siéntate”. EL socio director apagó el móvil y se ajustó las trenzas de los zapatos, más de una vez. Dio algunas vueltas. Encendió el ordenador. “¿Cuánto tiempo llevas en la empresa?”, dijo mientras remataba el segundo nudo. Entonces ella tocó su reloj de pulsera y levantó la mirada. Notó que afuera llovía. Sí, notó que llovía sin ninguna convicción.

viernes, 4 de abril de 2008


Mario:

No es la primera. Son ya cinco, o seis, los intentos de carta que escribo. Tengo, incluso, varios modelos y situaciones. La que podría darte –corta, discreta, directa- si nos topamos en el Paseo de Coches del Retiro o más bien otra –larga, pesada, llena de redobles- por si tropezamos en el bullicio del Círculo de Bellas Artes o el Palacio Linares. Sinceramente, no he terminado ninguna: ni la de la Casa Verde, tampoco la del chivo, la niña o los cachorros. Mis cartas, como mis historias, arden fácil.

Y como una mujer zurda de Peter Handke, quisiera arrojar al suelo el portátil desde el que te escribo y hacer este abandono más llevadero. ¿Me dirás lo mismo? Que todo debe estar en un sitio. Que las palabras, como los caballos, se desbocan. Que los libros son pura doma y las historias un acto de memoria. Si todo esto, Mario, es duración ¿por qué mis cartas, como mis historias, arden fácil?