jueves, 29 de mayo de 2008

Teardrop


Le hubiese gustado dejarse de rodeos, acercarse y vencer, pero la anciana se vino encima, el niño gordo de la mochila cayó al suelo y el conductor pasó la parada Colón con Castellana. Ella recuperó fuerzas y caminó como lo hubiese hecho la hermana de Ungar. Anduvo. Un paso, dos, tres. Permiso, disculpe, permiso. Reina del avispero, puro arpón y polaramine, abeja reina del número catorce en dirección Atocha.

Empujó, un poco. Un poco más. Hasta llegar, más cerca. Quiso ponerse de frente y apenas moverse. Quiso sostenerle las mejillas con ambas manos, respirar poco a poco, y mirarlo sólo como puede mirarse a un hombre que duda en medio de la oscuridad.

¿Puede saber que está allí? ¿La huele? ¿Puede calcular qué tan cerca está? ¿Escucha el zumbido de su vestido de abejas? Ella sigue allí, como una hermana impotente, mirando esos ojos azules que no lastiman a nadie y zigzaguean sin puntería. Ella mira, pidiéndose no hacerlo demasiado.

De pronto una mujer gorda, pequeña y blanca -¿su madre?, sí, su madre- le coge por el brazo y lo trepa en su bastón de niño braille. Y ella, muriéndose por quererlo, se queda fija viendo cómo se baja en la próxima, torpe y albino, precioso como un recuerdo, perdido por completo bajo la noche de Recoletos.

Es el hombre sin edad de los martes. El rubio del catorce. Es el ciego más hermoso de esta ciudad.

Querido Roberto, dos puntos.

Roberto Echeto®

Te escribo desde mi reino Barbitúrico, desde la república independiente de mi escritorio, donde se apilan capas y capas de ceniza con manzana. Te escribo desde el feudo del perolito, desde mi propia ensoñación antidepresiva.

Tengo en mi escritorio una foto de García Márquez con un ojo morado que siempre atribuí al buen Vargas Llosa. Te escribo desde mis jardines pulidos y calles limpias. Te escribo desde la parada interminable de un autobús que llega cada día más tarde.

Te escribo desde donde vivo, desde este cuenco saladito de parques con árboles y niños con frío. Te escribo porque Adriano se fue, espero que pensando en tus aeropuertos de abuelas hilarantes. Te escribo porque ayer, en Goya Con Velázquez, me pareció ver a Carlos Víctor Urrutia metiéndose un perrito antes de desatar el apocalipsis. Te escribo, sí, pensando en el país de los elefantes y los monarcas.

Y no olvides: Duro contra los malos.

sábado, 24 de mayo de 2008

Ricardo Piglia: “La lectura es una experiencia de construcción de sentido”

Al escritor argentino Ricardo Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1940) no le molesta que se refieran a él como un escritor de su tiempo. El autor de Plata quemada (1997) trabaja ahora en Blanco nocturno, la que sería su cuarta novela, aún sin terminar , y recorre la literatura de América Latina con la sensación de que lee un enorme e invariable libro que se parece demasiado a sí mismo

Karina Sainz Borgo/ Madrid

Debe ser la cuarta entrevista seguida en lo que va de mañana, pero Ricardo Piglia no se altera. Hace lo que le piden. Se pone de pie, con energía y extravagancia. Camina hacia la ventana, se pone de perfil. Lleva una americana oscura y el cabello revuelto como un músico sordo. Es paciente, educado y previsiblemente argentino. La sala Julio Cortázar de Casa de América tiene la misma poca luz de siempre. El fotógrafo de Europa Press termina unos retratos: de perfil, de frente, sonrisa de suplemento dominical, media vuelta y ya está. Se acabaron sus quince minutos. Ahora comienzan estos.
Historiador, escritor y ensayista, el argentino Ricardo Piglia estuvo de paso por Madrid para participar en la semana del autor con la que Casa de América decidió rendirle homenaje en su edición de 2008. En España, lectores, críticos, periodistas y escritores le aplauden por igual. Desde Ignacio Echevarría, de El País, hasta Ródenas en la Vanguardia, elogian sin pudor sus páginas. Jorge Herralde ha reeditado en Anagrama sus tres novelas Respiración artificial (1980), La ciudad ausente(1992) y Plata quemada (1997), además de los volúmenes de cuento Nombre falso (1975) y la magnífica colección de ensayos El último lector, en cuyas páginas Piglia saca de sí todo cuanto es: atento y sesudo lector; historiador cuidadoso y pulcro escritor; prosista de altísima monta e intelectual de pura sangre. Ya es la una de la tarde. El Premio Planeta 1997 se sienta. Los quince minutos han comenzado.
-Su obra narrativa se define en la dupla ficción – realidad. Así lo demuestran toda y cada una de sus novelas. Defina más concretamente la posición realidad y ficción
-Me parece difícil separar la una de la otra. La realidad también está hecha de ficción, también se construye imaginariamente, también está filtrada por los relatos y narraciones que recibimos desde la infancia y forman parte de nuestra realidad. Los elementos de ficción son imprescindibles en la construcción de la realidad, por ejemplo, la ilusión es uno de ellos. Se trata de una serie de datos de la tradición narrativa que son constitutivos de la realidad.
-Sigue hablándome usted del imponderable que hace ilusorio todo lo real y viceversa. ¿Debo entender que se entiende así con la realidad?
-No trato de evadir lo que me pregunta. En lo que a una respuesta más directa sobre la realidad se refiere, puedo citarle América Latina, por ejemplo. La realidad de América Latina está definida por cierto tipo de conflictos que recorren su historia y que han constituido nuestra herencia: la disputa con la colonia española; el modo en que se constituye la colonia y cómo se disuelve. Todo eso ha ejercido una influencia directa, incluso en cómo es cada zona de América Latina (no es lo mismo el Caribe que los Andes). Pero así como reina la diferencia, también existe una disposición a la unidad, a la idea de que pese a todas las disparidades, podemos existir en una especie de unión. La realidad no existe en abstracto. No existen realidades específicas ni históricas definidas, nosotros, los escritores latinoamericanos, miramos el resto de las relaciones desde un lugar que nos da la tradición y que aparece en todas partes.
-En Respiración artificial, su primera novela, usa al narrador y al historiador decimonónico como oponentes en una determinada construcción del relato, que no vienen a ser otra cosa salvo el presente y su paradero ¿Hubo –o no- intencionalidad en esa novela? ¿La hay aún?
-No lo tenía claro en el momento de escribir Respiración artificial, como tampoco lo tengo claro ahora. Digamos que son una serie de intuiciones que no van más allá de la idea de que el escritor trabaja en el interior de esa tensión. Pero pensar que el escritor es alguien que vive aislado del mundo no funciona, por eso digo que está siempre entre una cosa y la otra. Esta idea de presente como base para construir el pasado forma parte importante de mi obra; el otro elemento es el modelo del relato como investigación. Una de las maneras básicas de construir un relato es tratar de descifrar un enigma que no se termina de conocer y por lo tanto el relato va del presente hacia otro lugar para descifrar esa especie de punto ciego.
-¿De ahí su gusto por el género policial?
-Totalmente. En el presente vemos unos signos que han sucedido y comenzamos a investigar a construir unas redes, volviendo al presente para completar aquello que sólo habíamos visto al principio de un modo fragmentado.
-Pero ahora, más que un escritor afín al policial habla como historiador. Aclárese: ¿intuición o intención?
-Prefiero pensar que se trata de la propia experiencia de la escritura. Se trata de sensaciones que surgen del trabajo con los materiales propios de la novela policial, pero también, claro, del historiador.

A la caza del lector
-En una conversación con Juan Villoro en el Colegio de México habló justamente sobre la naturaleza periodística de la crónica y su relación de la narración y lo real. ¿Acaso el historiador, el narrador y el periodista actúan de la misma forma?

-Hay una tensión entre información y narración. Hay que distinguir la una de la otra. La información sería el modo en el que un sujeto conoce algo que no pertenece a su propia experiencia, mientras que la narración sería un conocimiento que el sujeto incorpora a su experiencia. La noción de experiencia es clave para definir el concepto de narración, pero la información –sobre todo la información contemporánea- pone al sujeto de una situación casi de afasia. El periodismo tiene que resolver ese problema. Los periodistas, al menos los que me interesan a mí, lo enfrentan con la narración. Por eso las crónicas son tan importantes y lo que es la gran tradición de la crónica en América Latina (lo que hace Juan Villoro y Carlos Monsiváis en México, o María Moreno en Buenos Aires) existe, precisamente, en sus antecedentes. Esas formas del periodismo han tendido, conjuntamente con la investigación y la construcción de la realidad, a hacer visible el sujeto que está construyendo.
-En su prosa de ficción, los personajes, e incluso los narradores, se comportan como lectores y no como escritores. No son la tercera persona que todo lo sabe y todo lo puede ¿Actúa usted como un lector al momento de escribir?
-Me interesan las tradiciones narrativas donde el narrador parte de no saber. El que narra no entiende lo que cuenta y trata de reconstruirlo para comprenderlo. El primero que hace esa experiencia de reconocimiento es el narrador mismo, él avanza del no saber al saber, de un desconocimiento hacia cierto tipo de certidumbre. La lectura es una experiencia de construcción de sentido. Eso ya lo sabemos desde El Quijote, la primera novela que puso como héroe a un lector de novelas. Una novela que puso como intriga el que alguien le buscara intensidad a los signos, y que esos signos le cambiaban la vida. Allí hay un misterio en esos dos momentos: el narrador que intenta entender lo que narra y el conocimiento a través de los signos de la lectura como uno de los mecanismos más persistentes del conocimiento.
-¿Qué opina de la metaliteratura, tan de moda últimamente?
-No comparto esa clasificación. Al menos como yo lo entiendo, la metaliteratura es la literatura que se refiere a su propio procedimiento, por lo tanto, la encuentro presente en toda la tradición. Por ejemplo, El Quijote. Toda práctica, desde el boxeo hasta la filosofía o la política, en algún momento reflexiona sobre lo que está haciendo. Nunca hay la práctica ciega, aunque existe fe en una práctica ciega. Yo no creo que el periodista que reflexiona en una crónica sobre el ejercicio del periodismo pueda llamársele metaperiodismo. Me parece que eso forma parte de la práctica misma.
-¿Y qué me dice de novelas tan cacareadamente metaliterarias como El mal de Montano, de Vila Matas?
-Me parece que desmonta cierto tipo de procedimientos, que son los que el lector busca cada vez que lee. No se trata de hacer de la literatura una zona misteriosa, sino de poner la experiencia del escritor como una experiencia más, colocándolo como un héroe posible, tan interesante como héroe o individuo que reflexiona, que es lo que hacía Hemingway. El problema, a mi modo de ver, es si hay o no pasión. Ese sería el problema de las novelas de Vila Matas. No importa si el personaje se dedica a pegar estampillas o está dedicado a hacer un gran complot. Lo que importa es su obsesión y allí están los personajes de Vila Matas, dando vueltas alrededor de una obsesión. Creo, por otro lado, que las novelas de Vila Matas están en el punto más avanzado en el que se encuentra la novela. Sebald, Magris, John Berger o Borges forman parte de esa serie de escritores que narraron el hecho de narrar e incorporaron el ensayo, la autobiografía y elementos de aventura en el interior de un proceso narrativo mucho más moderno que el de la novela clásica.
-Cuando Anagrama reeditó Prisión perpetua en 2007, la crítica española le atribuyó la intertextualidad como uno de sus mayores atributos. ¿Su obra es un laboratorio literario de liberado?
-No, no me atrevería a afirmarlo. Me gustaría que fuera eso. En Prisión perpetua hay elementos que son de mi propia vida, fracciones de mi diario, no algo deliberado. Lo que se pone en primer lugar hoy es quién escribe el libro. La conciencia de quien escribe el libro es más importante. Uno lee a Borges y recuerda más a Borges que a los personajes que está leyendo.
-Pero entre su primera novela y Ciudad ausente pasan 12 años, aunque lo niegue, eso sugiere algún deliberado gusto por el método.
-¿Qué sería lo deliberado allí? Pues al escribir, no me interesaba publicar muchos libros, sino más bien avanzar y diferenciar la escritura de la publicación. No establecer una conexión inmediata, sino decidirme a publicar un libro cuando supiera que decía algo distinto del anterior. No quería volver a escribir Respiración artificial. No quería aprovechar un impulso que ya tenía y repetir ese tono, sino traté de encontrar en cada libro algo distinto. Eso no es signo de calidad de nada. Por ejemplo, Onetti escribe siempre el mismo tono, la misma perspectiva. Admiro a Juan Benet, a Faulkner, que lo hacen. Pero los escritores que más me gustan son los que intentan cambiar en cada libro: Joyce o Manuel Puig… Podemos considerar eso un juicio de valor, pero eso no garantiza el valor. Sencillamente es un modo de encontrar el interés para escribirlo. No creo que el escritor tenga que ser un escritor profesional. Mi interés no va por ahí.
-¿Cómo lleva ese proceso en su cuarta novela, Blanco nocturno?
-Está pasando por el mismo proceso que las demás. Está en distintas versiones. Las primeras versiones se parecen más al libro anterior. Lo ideal es sacarle al libro lo que ya hizo bien en el otro y encontrar un camino nuevo.
-Seré más directa, ¿qué se puede esperar de Piglia en Blanco nocturno?
-Que no se parezca a Plata quemada. Es una idea de experimentar dentro de la propia obra. Es imposible no repetirse, pero al menos trato de no hacerlo deliberadamente. Porque muchos escritores terminan en la autoparodia.
-¿Le molesta que le digan que es un escritor de su tiempo?
-No, al contrario es un elogio. Uno no debe querer reescribir la historia propia. Si se escribe una historia con convicción, termina por escribir una historia que tiene que ver con el mundo en el que vive.

América Latina, ¿parentesco o estadística?
-¿Qué lugares comunes detecta en la literatura en América Latina?
-Para mí son muy importantes los escritores que tienen una voz propia y que uno lo identifica por ella. Uno de los problemas que tiene la literatura de América Latina es que sus escritores se parecen demasiado entre sí y uno no sabe quién escribió cuál libro. Hay como una media, un sentido común de época. Los escritores como Vila Matas me gustan porque tienen un tono. Es algo que considero importante: que el escritor no reproduzca un estilo literario, que muchas veces hace que las novelas que se escriben terminen por ser intercambiables, a diferencia de si uno escucha la voz de un escritor que, aunque no comparta su mundo narrativo, es capaz de descubrir una voz con un camino propio.
-¿Está familiarizado con la literatura venezolana?
-Sí. A muchos que he leídodesde joven: Adriano González León, Luis Brito García, José Balza y algunos más. No quisiera ser injusto. He estado en Venezuela últimamente y he leído a algunos escritores jóvenes y en este momento, puede decirse que la literatura venezolana está pasando un buen momento. No quiero ir más allá de los escritores que leyó mi generación. Cuando leímos País portátil o Rajatabla tuvimos la sensación de que se trataba de páginas que nos marcaron a todos. Están en esa biblioteca de los libros de alguien que se arriesgó. Son muy venezolanos y están conectados, porque nos hacían sentir próximos.

lunes, 19 de mayo de 2008

Hao Jiang Tian, y viceversa


La semana pasada se publicó en Nueva York el libro Along the roaring river, una biografía de Hao Jiang Tian, uno de los astros del Metropolitan Opera desde la década de 1990. La traducción al español del título sugiere algo como A lo largo del río rugiente. Yo nunca he escuchado un río rugir, aunque supongo que Jiang Tian sí.

Barítono bajo, nacido en Beijing en la década de 1950, Jiang Tian relata al lector su infancia en China durante la Revolución Cultural, cuando la música clásica era considerada “capitalista y decadente”.Es inevitable el brote de ronchas tópicas. Tian parecía haber nacido para su propia epopeya. Hijo de padres comunistas militantes del Ejército de Liberación Popular, fue obligado a estudiar piano. No fue hasta el encarcelamiento de su maestro cuando sus padres le retiraron de las clases y destruyeron luego todos sus discos de música clásica. De nada sirvió la conversión. A ellos también les tocó la prisión.

Con el paso de los años, muchos de los colegas de Tian se suicidaron para escapar de las palizas que propinaban los guardias rojos, el brazo de ultra izquierda guiado por la banda de los cuatro, una célula dirigida por Jiang Qing la suicida y extravagante viuda de Mao. Lo cultural podía ser, dependiendo de quién lo clasificara, mayor o menormente nocivo, mayor o menormente cultural. ¿Y qué era, entonces, cultura? No lo sé. Aún no me queda claro siquiera qué significa la palabra pueblo.

Jiang Tian trabajó durante más de siete años como obrero de una fábrica en la que, a veces, entretenía a algunos de sus compañeros interpretando música con el acordeón, un instrumento que aprendió a tocar en la escuela y al que volvía diariamente como quien come carne llena de nervio, que es justa, porque es igual para todos. Y aunque la guitarra se le daba mucho mejor, ésta, por ser considerada un instrumento capitalista, podía costarle a Tian mucho más que las cuerdas vocales. Más pellejo, menos carne (para todos).

Su ingreso en un programa de canto le permitió a Jiang Tiang irse a estudiar a la Universidad de Denver. Mediante un mecanismo biográfico impensable -que sólo saldaría leyéndome la biografía y no las reseñas de The NewYorker-, Tiang logró salir de China. Exactamente doce años más tarde, el barítono estrenaba rugido sobre el escenario del Metropolitan, del que no se ha bajado en todos estos años. ¿Colorín colorado…? No sé. Ya no lo creo.

Dijo Plácido Domingo que sólo ahora, después de leer la infancia de Jiang Tiang, es capaz de entender su arrebato al momento de cantar, ese rugido por el que la crítica lo aplaude y el público le venera. Y de pronto pensé, sí, que todo el que ha estado entre barrotes aprende a rugir. Busca en su cautiverio un rasguño, una doméstica coreografía capaz de resistir o enloquecer por completo. Y aunque, insisto, la roncha tópica supura, hay algo que se me hace increíble y a la vez familiar en la historia de Tiang. No me gusta. No me gusta nada este parecido. Porque yo, aunque quiera, no sé nadar, tampoco rugir.

sábado, 10 de mayo de 2008

miércoles, 7 de mayo de 2008

El capitán y la diosa


Si fuera sólo un hombre que besa una estatua, la gente pasaría de largo sin mirar. Si se tratara sólo del capitán del Real Madrid frente a una mujer de piedra, sería lo que parece: una coronación, una victoria consecutiva o una plaza pública muerta de frío. Si fuera sólo eso, la gente se anegaría sin más. Ocuparía espacio, haría ruido, celebraría lo que debe celebrarse. Pero hay algo que desliza, un aliento que desordena la noche y calla a los borrachos. Hay algo que nadie mira y late aún en una gráfica deportiva: la boca de un héroe exhausto que empaña el rostro de una diosa en medio de la noche.

Parece que algo está a punto de pasar. Que una mirada se desabrocha y un dedo separa sus gruesos mechones de cemento. Que algo más habrá de pasar a los pies de ambos. Pero la gente sigue anegándose alrededor del beso furioso y agotado de Raúl, un beso que es beso sólo en las alturas de una grúa.

Si se tratara sólo de un hombre que besa a una estatua, pensaría con desgano en un beso imposible, me daría la vuelta y me dejaría empujar por la feligresía. Pero entonces algo viene y corrige las cosas; algo trepa al hombre de camiseta blanca, sosteniéndolo para que recorra con boca campeona la frente de una mujer que atraviesa Alcalá en un carro tirado por leones. Y a veces me parece que en lugar de una bufanda, el capitán sólo pule la piedra lisa, desvistiéndola con ojos cerrados a los pies de una noche que podría ser cualquiera, aunque todos recuerden lo contrario.

viernes, 2 de mayo de 2008

Sueños de Coppertone



Desde hace unos meses quiero saber porqué ya no recuerdo mis sueños. Y eso que en ellos solía ser la reina de mis apacibles alucinaciones: he alumbrado a una de mis ex parejas; he visto crecer árboles de orugas en un tendedero; he transformado a los delanteros del Madrid en chaparros de un campo de fútbol y he cruzado Sevilla entera con un vestido de hojalata. He sido eso y mucho más. Exitosa como nadie en mi huerta somnolienta. Pero ahora colecciono retazos, pequeños pedazos de algo: una ciudad ardiente; una granja olvidada; un armario abandonado en un bosque y un rio seco que navego descalza sobre un naipe con manzanas. Lo acepto, siguen siendo sueños, pero siempre queda algo suelto, como una estampa perdida entre las plumas del edredón.

Paso por la noche como el mismísimo Joseph Beuys: acostada sobre una camilla para no tocar el suelo de mis sueños. Amanezco con sabor a llano y morichal en los dientes. Vengo de la avenida Bolívar a medio día y del despacho de mi padre en las tardes de cruz de Mayo. Meto los dedos en el costurero de mamá y me acuesto a dormir en un banco de Segovia. A veces regento una pensión perdida, de camas de madera y cuartos llenos de manteles de punto. Pero siempre pasa lo mismo, me convierto en algo que transcurre lejos de mi casa. Siento nostalgia de tiempo perdido que se ancla en la almohada. Y sólo cuando duermo regreso a sitios que ya no existen, abordo aviones que mi hermana hace despegar hacia ninguna parte y vuelvo del trabajo desde una estación en Cuatro vientos.

Y aunque intento, sigo pilotando mi propia camilla: dejo sonar el despertador, también la alarma del móvil; me despierto antes de lo que toca y miro a Salvador dormir. Me levanto porque no queda nada mejor qué hacer. Lo hago porque no bebo agua ni abro las ventanas, porque en la sala no hay aviones ni campos llenos de mastranto en Semana Santa. Pero pasan los meses y sigo así: sin poder tocar el suelo de mis propios sueños.