lunes, 28 de julio de 2008

Cristo quiere que trabaje (I). Sobre Dickens y otras estampas ibéricas.


Miguel Bosé sale del plató. Carga con una caja del tamaño de una guitarra, aunque en realidad se trata de una pierna de jamón -un detalle del equipo de producción. La becaria corre de un lado al otro, y considerando que la sala no llega a cuatro metros por cinco, pues vaya que corre, y mucho. Bosé avanza. Ella camina justo al frente, dándose la vuelta para asegurarse que lo conduce correctamente a la salida. Que nadie lo dude. Si el jamón cae, resbala o desobedece a Bosé, ella estará ahí para recogerlo.

La public relation manager de Bosé no ha parado de hablar por un móvil negro y diminuto. Es joven. Lleva vaqueros y botas con piel de lagarto al estilo sheriff. Después de treinta minutos, cualquiera podría dudar que realmente sea su jefa de prensa e inclinarse por la hipótesis de que es sólo una mujer pagada a un móvil.

Bosé continúa despidiéndose. El presentador de Zaragoza TV le atosiga, perdón le acompaña, hasta la salida. No para de hablarle de amigos en común que Bosé no ha escuchado jamás. Las tres maquilladoras han salido también a la puerta del plató para despedirse. Ponen cara de hablamos mañana y se quedan, tan anchas, rubias y en bermudas, hablando de lo majo que es. Luego vuelven a su camerino de bombillas, brochas de maquillaje y bandejas con pinchos de tortilla.

Son las once de la mañana. Bosé parece más aburrido y misericordioso que al comienzo de la grabación. El presentador le ha hecho unas preguntas francamente detestables sobre su último disco, Papito, que reúne sus éxitos, cantados a dúo con otros artistas en su mayoría latinos -de ahí el nombre-, un detalle que el entrevistador ha pasado por alto al preguntarle si se trata, acaso, de un homenaje a Luis Miguel Dominguín, su padre. Bosé se pasa la mano por la barba, pone cara de ahí vamos otra vez, y dale con que Picasso era mi padrino. "No, no es un homenaje".
No más terminar la sesión, la becaria corre al plató con un limpiador de cristales. Frota con energía. Frota, frota y frota. Ella dice estar aprendiendo mucho, muchísimo. Entonces suelta la ballesta y corre a buscar un taxi. Bosé está aburrido. No quiere cargar ese jamón, sólo quiere irse.. La relacionista pública se despide de la persona con quien habla por el móvil. Bosé y el jamón van detrás. Ella de copiloto.

A los quince minutos llega otro taxi con el próximo invitado, pero el señor que desciende no parece mediático. La becaria está tranquila, por eso se ha tomado tiempo para un pitillo. Manuel Pizarro, para ese entonces presidente de la mayor central eléctrica de España, ex presidente de la mayor caja de ahorros aragonesa y meses después ficha de los populares contra Solbes, baja del taxi. Llega al plató como puede. Viste una sonrisa gerencial y una aburrida corbata ejecutiva. Las maquilladoras le miran de mala gana. Afuera, la becaria fuma. El presentador salta a los brazos del empresario, apenado por la falta de jamón y el retraso del equipo de producción. La becaria entra de nuevo, más diligente que nunca. Saluda a las maquilladoras, que ya son sus amigas. Lleva de nuevo un aerosol y un limpia cristales para la mesa del estudio. Está aprendiendo, muchísimo. La becaria tiene 40 años, una hija de trece y un par de huesudas piernas sobre sandalias blancas.

miércoles, 23 de julio de 2008

Gran Vía, 29



Antonio Gamoneda le dio veinte céntimos por uno de sus poemas; Saramago 120 euros. No estoy dispuesta a creerme todo lo que dice, pero tampoco es justo dudar de él sólo porque vive de lo que escribe. De ser así, mentirían todos los poetas y narradores, incluyendo al tacaño príncipe de Asturias y al nobel luso.

Le escucho. Habla como si leyera la suerte, tocara violín o fuese una estatua viviente. No se proclama poeta ni escritor. No necesita publicar sus poemas, dice; se los sabe de memoria. “Además, nadie compra poemarios, son una pésima idea. Nadie lee poesía”. Impostado o no, su desparpajo sobrecoge y aburre. Y aunque me gustaría irme, me quedo allí. Quién sabe porqué quiero escucharlo. Enrique Bayano se abroga dos proezas, ser el primero y único vendedor de poemas del número 29 de la Gran Vía desde hace 12 años y haber descubierto el reciclaje cuando nadie lo entendía, por eso quiere publicar un libro sobre el tema en lugar de sus sonetos. Nieto e hijo de chatarrero, Enrique tiene 54 años, un fajo de poemas escritos en tinta azul y adoquín y medio en una de las principales calles comerciales de Madrid. Lo suyo no es exactamente una venta, sólo un intercambio. Sentado en el suelo, justo al lado de La Casa del Libro, Enrique escribe con una carpeta sobre sus piernas. El precio lo fija el lector. “Se regalan poemas por la voluntad”, dice una cartulina con letras rosas y azules.

Es sábado, hace cuarenta grados y sobre la bandeja de cartón de Enrique hay tres euros con treinta centavos. Se saca dos euros más del bolsillo y da por hecha la cuenta del día. “Esto es lo que he sacado”. Dice haber sido rico, madrileño, maquinista, chofer de cercanías y padre de cinco hijas. Escribe desde siempre y porque sí. La venta es otra cosa, por necesidad, y punto; porque hay que sobrevivir, y punto; porque ya no consigue trabajo, pero también porque fue escultor y artista, vendedor y joven. Hace una pausa, al fin. No todo lo que escribe lo vende a los viandantes, me dice sentado en la acera.

La gente lo esquiva o se detiene. Y el que lo hace, tiene derecho a aceptar un poema, escucharlo y luego, si lo desea, soltar la moneda. Hoy llevo trece euros. Diez para comprar Manhattan transfer y tres más, por si acaso. Mientras le escucho, pienso en darle todo lo que llevo. Pero me contengo. Miro el poema de letra redonda e ingenua que me dio cuando me acerqué para increparle . “Me ha quitado usted la idea. Pensé que sólo podría ganarme la vida con lo que otros me dieran por lo que escribo, pero se me adelantó, ¿no?”. Me miró desde su adoquín. Para igualar las cosas, me puse de rodillas. “Llegué primero que tú, hace doce años”. La risa la puso él, no yo.

Enrique comienza a hablar. Miro la hoja blanca, de nuevo. Sueño, dice el título llano de un poema que no es tal y que he comprado por tres euros tan voluntarios como miserables. El hombre recita el poema, de arriba abajo, sin fallar una coma de su propia cosecha. Pero el mejor poema de Enrique Bayano es el que no ha escrito. El verso más afilado son sus manos sucias, su tosca confianza literaria. El verdadero ars poetica es ese adoquín y medio que ocupan sus palabras. Le miro una vez más. Le explico que Venezuela no es el país de Chávez, sino el de Rómulo Gallegos, Cadenas, Liscano, Montejo, Balza… Doblo el poema y sigo.

Salgo de La Casa del Libro con una edición de tapa dura de Manhattan transfer. Tengo lo que he venido a buscar. Lo llevo en la bolsa. Salgo a la calle. Miro a Enrique Bayano escribir sus poemas. “Tengo lo que he venido a buscar”. ¿Realmente lo tengo? Pienso ahora que debí dejarle los trece euros. “Qué más da”. En dirección a la Puerta del Sol, camino apretando mi libro bajo el brazo.
Quizás vuelva mañana.

martes, 15 de julio de 2008


Interior con mantel de lunares (Circa, 2007)
(Diario de una señorita que escribía porque se fastidiaba)
De la serie Enciclopedia farmacológica literaria 2007-2008

La dieta Pizarnik. Esa anorexia sentimental
¿Cuánto peso ha perdido tu corazón?
De la serie Enciclopedia farmacológica literaria 2007-2008

miércoles, 9 de julio de 2008

Caracas (suit)case



Here is a song from the wrong side of town
Where Im bound to the ground by the loneliest sound
And it pounds from within and is pinning me down

Depeche Mode, Home



Han pasado más días desde que llegué de los que realmente estuve. Traje ron y chocolate. También más libros de mi biblioteca, y aunque los oficiales de la Guardia Nacional volvieron a detenerme en el aeropuerto por tan sospechosa mercancía –libros, sí libros-, esta vez el control no fue tan humillante como en las requisas anteriores.

Déjenos su pasaporte. Póngase el chaleco. Baje a la pista. De ahí en adelante, el repertorio es el mismo. El calor. Los perros. Los uniformes. Abra la maleta. ¿Es suya? ¿Por qué tantos libros? De pronto, en medio de la requisa, un oficial relevó al otro que me interrogaba. Era joven y algo más instruido. Parecía apenado por el incidente.“Ha de ser muy difícil escribir sobre arte, no?”, me dijo mientras intentaba encajar On the road al lado del catálogo de la Bienal del Whitney Museum. “No tanto”. Quise sonreírle. Y lo hice, como si así nos olvidáramos de todo lo que había pasado desde el siglo XIX hasta aquí.

Traje ron, que vale tres veces más que hace seis meses, y chocolate, también al triple de su precio. El dinero vale diez veces menos y llenar un tanque de gasolina es más barato que un litro de agua. Traje ron y chocolate. Está prohibido dar cifras de las muertes por armas de fuego, para el Ministro del Interior los ajustes de cuentas entre bandas no son considerados cifras que afecten la seguridad ciudadana y los estantes de los supermercados tienen lo que hay, mejor dicho, lo que queda –y queda muy poco.

Traje ron y chocolate, productos nacionales. Ya no queda ningún amigo en la ciudad, todos se han ido. De los que quedan, algunos, están por irse. Traje ron y chocolate. El Gobierno ahora produce leche socialista, compra fábricas para desmentir la escasez, prohíbe mencionar la palabra dólar negro y nacionaliza todo cuanto puede. Traje ron y chocolate. El lugar del que provengo ya no existe. Por eso traigo cacao y caña de azúcar, souvenirs de una Silva a la agricultura en la zona tórrida. Todo sigue siendo telúrico.

Traje ron y chocolate. De los ocho canales de televisión abierta, seis pertenecen al Gobierno. Ahora resulta que el país entero es un documental sobre los campesinos de Apure o un micro sobre la sequía en Yaracuy. De pronto apareció un país agrícola, salido de quién sabe dónde; un país en el que las barriadas dejaron de existir, y con ellas sus muertos, su miseria y su mierda; un país en el que todo asesinato tiene un motivo pasional; un país sin clase media profesional ni malas noticias; un país que vive de su artesanía, un país que existe de otra forma y en el que, muy pronto, caminar hacia atrás podría llegar a ser normal o, lo que es peor, no hacerlo sería ilegal.

Traje ron y chocolate. ¿Vas a volver? También libros, para que la mudanza no parezca -¿o no sea?- definitiva. Lo más grave, en el fondo, es que lo anormal comienza a ser costumbre. La patria un cuerno. Esto no es normal. Los periódicos son delgados, las calles intransitables. Esto, más que ciudadanía, es supervivencia. A ver a quién matan hoy. Que no sea a ti, ni a ti, ni a ti. Aún quedan seis librerías -¿siete, cuatro?- , dos editores, un conuco y un Ministerio del poder Popular para la Cultura. Pero también quedan ciudadanos, sobrevivientes, hombres y mujeres que veo entrar y salir de sus casas. Quedan, quizás, los que un día pregunten ¿Y tú dónde estabas cuando todo pasó? Traje ron y chocolate. ¿Alguien quiere… volver?

El lugar del que provengo ya no existe; y en el lugar en el que vivo, existir me toma mucho tiempo. Han pasado más días desde que llegué, que los que realmente estuve. Al volver a casa, me recibió la ventana del pasillo y un zapato huérfano de Salvador. Dejé las maletas, cerré la puerta y miré la cartulina negra que pegué cual estampita a los pocos días de mudarnos. La saqué de una libreta Moleskine y la pegué con una chincheta. Es un aforismo de Sylvia Plath, que supuse debía presidir la puerta de cualquier hogar. Y vuelvo a leerla deseando, más que nunca, que sea cierta: “We stayed at home to write, to consolidate our outstretched selves”. Que mi casa quede escrita. Que no sea a ti, ni a ti, ni a ti.