jueves, 30 de octubre de 2008

El historiador mexicano estudia el proceso político venezolano en El poder y el delirio, un ensayo donde documenta y analiza la revolución bolivariana

Karina Sainz Borgo/ Madrid

Faltan menos de diez minutos para que comience la conferencia que ha venido a dictar, pero en lugar de apurar la conversación, Enrique Krauze la extiende. “Como usted comprenderá, tengo especial interés en hablar de este libro con un medio venezolano, pues el próximo mes estaré en Caracas para presentarlo”, dice antes de pedir un segundo café. Desde hace más de un año, Krauze ha hecho de Venezuela su principal foco de interés para analizar la figura de Hugo Chávez, un personaje que analiza en el libro El poder y el delirio, editado en España por Tusquets .

Conversaciones con miembros del gobierno y personas cercanas al régimen –Alí Rodríguez Araque y José Vicente Rangel, entre muchos otros- pasando por periodistas e intelectuales hasta ciudadanos de a pie; lectura cuidadosa de los siglos XIX y XX, desde textos de Bolívar hasta la comprensión de figuras tan complejas como Rómulo Betancourt y la democracia liberal puntofijista. Enrique Krauze subraya cada tanto: “Yo respeto la vocación social, pero no veo por qué tiene que existir una concentración de poder para que un gobierno pueda cumplirla”.
Krauze declara ser un historiador que se acerca a Venezuela “con simpatía”. Ha querido “comprender para luego criticar”, dice, como si quisiera blindar el libro de cualquier sospecha. Antes de su visita a Caracas, el historiador mexicano ha hecho una parada en Madrid para dictar la conferencia “Lecciones sobre Venezuela para América Latina”. Una vez terminada la rueda de entrevistas –los medios españoles están especialmente interesados en el tema-, Krauze se dirige al anfiteatro Gabriela Mistral de Casa de América. El aforo está completo. La lección sobre Venezuela apenas comienza.

-Ha dicho que la historia no es una fuerza sin rostro, sino un lugar donde coinciden caras, nombres, personas. En ocasión de Hugo Chávez, ¿no cree que hay demasiada conciencia política de su performance público?
-Sí, de hecho, centro una parte del libro en la idea del culto de la persona y del héroe. Chávez es un venerador de héroes, es un hombre que está muy consciente de que Venezuela, mucho más que otro país de América Latina, venera al caudillo y al personaje. En todos los países existe esa tendencia, pero no con el nivel en que se lleva, por ejemplo, el culto a Bolívar. La personificación del poder en Venezuela existe de forma mucho más acusada que en ningún otro país y Hugo Chávez lo utiliza a su favor. Eso con respecto al culto de la personalidad. Por otra parte, está la concentración de poderes en una persona, que es un rasgo esencialmente antidemocrático. En toda sociedad democrática existen limitaciones para el poder: límites funcionales, espaciales. La democracia no es la entrega de todo el poder o su delegación completa en un individuo y, en este sentido, las relaciones de Hugo Chávez con la democracia son muy problemáticas.
-Para algunos historiadores, Hugo Chávez evoca problemas irresueltos del siglo XIX, un tiempo de montoneras pero también de caudillos liberales como Guzmán Blanco¿Qué tan esperpéntica es la mezcla que podría llegar a tener esos rasgos con el socialismo del siglo XXI propugnado por Chávez?
-En este libro trato de ahondar en esa pregunta. Soy un historiador que se acerca con simpatía a Venezuela, que estudia su historia (me he leído todo lo que he podido, desde las obras de Bolívar hasta los historiadores que hay) y que trata primero de comprender para luego criticar. Paéz, por ejemplo, es un personaje complejo, que por una parte participa de la tradición caudillista del siglo XIX y por otra era también un republicano. La legitimidad del siglo XIX, aún con sus caudillos, era democrática y constitucional. Una vez en la presidencia se respetaban las formas. Guzmán Blanco, que en efecto se parece un poco a nuestro Porfirio Díaz, un hombre de concentración del poder aunque Guzmán es un poco más frívolo que Díaz, pero que igual cree en el progreso económico y cuida las formas políticas. Chávez participa de algunos de estos rasgos, con una diferencia clave: la legitimidad fundamental que a él le importa es la legitimidad revolucionaria, el mito de la revolución.
-¿De dónde proviene la mitología revolucionaria de Chávez?
-Su origen proviene, en primer lugar, de la revolución Bolchevique y en segundo lugar, de la revolución cubana y de Fidel Castro. La línea fundamental de Hugo Chávez es el libreto de la revolución cubana de los años sesenta. Castro rompió un paradigma de legitimidad, porque hasta el momento todos los caudillos de América Latina respetaban las formas. Chávez podría decir lo mismo amparado en una constitución, pero él sabe y entiende que la legitimidad que lo sostiene es revolucionaria.
-Ha pasado casi un año del 2 de diciembre y la derrota de la reforma constitucional, ¿qué síntomas ve en ahora, un año después, en el panorama político venezolano?
-Creo que el daño que se causó a sí misma la democracia venezolana durante las últimas dos décadas dejó una sequía profunda de líderes. Venezuela aún no se ha repuesto de ello. Hay muchos líderes de oposición, entre ellos alcaldes y gobernadores, que son muy jóvenes. Las generaciones van a ir operando y el tiempo no perdona a nadie, ni siquiera a Hugo Chávez. Incluso, percibo en los venezolanos un grado de conciencia política.
-Eso de una conciencia política parece un imponderable, más aún con la tensión política venezolana
-Es una conciencia política positiva, créame muy positiva, a pesar de la crispación y la dureza. Los venezolanos están viviendo en los límites. Escuchar la propaganda oficial es aterrador e indignante. Al adversario no se le trata como adversario sino como enemigo y eso es esencialmente antidemocrático. No quiero profetizar nada, pero percibo que no hay líderes visibles. No obstante creo que los instintos liberales de los largos años de la democracia, sobre todo en sus primeros años, aún sobreviven en el quehacer político venezolano.
-Pero Hugo Chávez se ha encargado de estigmatizar ese paradigma democrático liberal
-En el libro trato de abordar y comprender ese proceso. Venezuela erró el camino en los años ochenta y noventa. Un país como Venezuela, al igual que México, no puede prescindir de un gobierno con vocación social. Yo respeto la vocación social, pero no veo por qué tiene que existir una concentración de poder en una sola persona para que un gobierno pueda cumplirla. Lázaro Cárdenas en México, un presidente popular, que repartió 17 millones de hectáreas, nacionalizó el petróleo, apoyó a los sindicatos y a los grupos de izquierda duró seis años en el poder y ni un minuto más. El desdén de Chávez por la experiencia del régimen de Punto Fijo es inexacta e injusta. Rómulo Betancourt era un demócrata. Fue el precursor de Felipe González, de Bachelet, de Lula. Es un hombre que viene de la izquierda radical, y justamente pasa de la izquierda a la democracia. Y no lo hace en los años setenta cuando los eurocomunistas descubrieron la democracia, no. ¡Pasa en los años treinta! Lo que ustedes tuvieron en ese hombre es algo que no sé si los venezolanos han apreciado.

Un Falke en el Palacio Linares
Este es su libro número 24 “aunque parece el primero, por el entusiasmo que tiene”, dicen quienes trabajan con él. Ensayista e historiador, el mexicano Enrique Krauze es una de las voces más autorizadas para entender y explicar América Latina. Trabajó de cerca con el premio Nobel Octavio Paz en las páginas de Vuelta, una revista cuyo espíritu de debate procura mantener vivo en de Letras Libres, que fundó hace siete años. Ha publicado una vasta obra ensayística en la que destacan, entre otros, Caudillos culturales en la revolución mexicana (1976); Por una democracia sin adjetivos (1986); Siglo de caudillos (1993); Tarea política (2000); Travesía liberal (2003); La presencia del pasado (2005) y Retratos personales (2007). Desde que emprendió la tarea de escribir El poder y el delirio, Krauze convirtió Venezuela en su principal fuente de interés. Siguió primero el proceso del referéndum de diciembre de 2008 y se enganchó luego el estudio profundo de un país que no siempre fue delirio. Mientras Krauze habla una sensación de naufragio anega la conversación.

“La hazaña de Betancourt y la de otros hombres que le acompañaron caló en la sociedad venezolana”, dice al hablar de una democracia construida. Chávez es un comunicador excepcional, toca a la gente y comunica, todo eso es verdad pero yo creo que un sector importante de los venezolanos sabe que la lección principal de la política en todos los tiempos es que la concentración de poder absoluto en manos de una persona tiende invariablemente a la destrucción. Si hay una lección política de la historia es la necesidad de poner límites. Ocurrió con las monarquías, que por siglos fueron divinas y terminaron por ser constitucionales y hasta finalmente llegar al artificio. Esta especie de restauración monárquica es una anomalía financiada por el petróleo en América Latina”. Krauze hace una pausa. “Más que los precios de petróleo, lo que confío es que crezca la conciencia de que un país no puede poner su destino en manos de una persona. ‘El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente’. Esa frase del historiador inglés Lord Acton es válida para todos los lugares y todos los líderes”.

Entrevista publicada en el diario El Nacional, Caracas 26.10.2008

sábado, 11 de octubre de 2008

Medellín, mon amour

"Porque los muertos no hablan.
Porque los muertos están muertos, y no se ven"
Antonio Ungar. De ciertos animales tristes
Sesenta padres nuestros le costó a Patricia entrar en España. Por más que intento sacar la cuenta, no me da. A dos padrenuestro por minuto, el funcionario de inmigración se habría demorado media hora sólo en ella, lo que se me hace bastante improbable. De ser lo suficientemente creyente y ágil, podría haber rezado tres padrenuestros por minuto, lo que haría bajar el tiempo de casi media hora a 18 minutos, que aún me parece inverosímil. Pero ella insiste y se planta en sus sesenta. Sí, que fueron sesenta padrenuestros . “Lo que pasa, mami, es que eso fue hace doce años, cuando todas las que llegaban de Colombia venían a trabajar de putas”.

No sé si Patricia venía desde Medellín con la idea de trabajar como tal, o si era sólo una suposición del funcionario, lo cierto es que pasó el control . “Y lo peor es que el hij’ueputa español ése de inmigración se asomaba por el mostrador, me veía y decía: pero es que con 25 años, y de Colombia, ¿me va a decir que no viene a trabajar como prostituta?... Hiju’eputa, ése”, refunfuña con su acento paisa y sus ojos delineados. Salir de Colombia, lo que se llama salir, no fue del todo fácil. Una prima, que se había venido a Málaga cuatro años antes, la convenció de cruzar el charco. De “asistente administrativo” en una inmobiliaria gringa en Medellín, con 500.000 pesos de sueldo, Patricia había pasado a ganar 100.000 haciendo cualquier cosa. “Debía de todo: al lechero, al de la mazamorra, la hipoteca de mis papás. Así que dije, bueno, lo intento… Y lo peor, es que Medellín estaba que brillaba en esos años, gracias a Pablo”. El tan familiar Pablo al que se refiere como si de un primo se tratara, es Pablo Escobar Gaviria, el mismísimo jefe del Cartel de Medellín.

En palabras de Patricia, Pablo es prácticamente un prócer. “Le dio plata a la gente pa’ que acomodara la entrada de Medellín y le pusiera piso a las casas; agarró a los pelaos que no trabajan y les dio trabajo… Eso sí, era narcotraficante, pero él ni mataba, ni le ponía los cuernos a su mujer ni le dejaba meterse nada a la gente que trabajaba con él. Él lo decía muy claro, yo produzco lo que los americanos quieren consumir, pero usté no se meta esa mierda”. Según Patricia, el entierro de Escobar (ella le sigue llamando Pablo) fue apoteósico. Ella lo vio más de una vez. Además de ir a su entierro, fue personalmente a conocerlo a una calle de Medellín en la que, a veces, cuando andaba de político, se ponía a saludar gente, repartir cochinos y regalar casas. “Es que ese hombre era bueno, imagínese que hay quien dice que él sigue vivo, porque a mucha gente en Medellín le siguen llegando ayudas, que si cochinitos bebés pa’ los del campo, que si plata pa’ la familia del enfermo… Yo creo que debe ser su familia, que sigue ayudando a la gente que tanto lo quiere. Aunque hay gente que dice que está vivo”.

“Ya tengo doce años acá mi amor. Me casé, tengo una hija. ¡Y hasta soy española!”, dice Patricia con ínfulas de empresaria. Se remueve en su silla, se incorpora, busca un cuenco con agua tibia mientras camina dando golpes de avispa. Está inquieta, le gusta escucharse. El alquiler del local, más el sueldo de las otras dos, le da una suma alta, pero ella compensa. “Como aquí, mi amor, en ningún lado”. "¿Volver? No mami", me dice. Ella a Colombia no regresa, excepto de vacaciones. En tres años han matado a su hermano, su tío y su primo, todos por arma de fuego, en Medellín. “Esos hiju’eputas me mataron a mi hermano pa’ robarlo, a mi tío pa’ quitarle el camioncito… Y a mi primo, bueno, a ese sí, porque estaba metido en vainas de droga”. ¿Volver?, “¿pa’ qué mi amor? Con esa racha de muertos, ¿pa’ qué? Dígame reina, ¿volver, pa’ qué?”. Antes de terminar, se pone de pie, fantasea con Medellín y su bandeja paisa. Patricia titubea, mira a los lados y vuelve. “Pero sabe,¿mami? De verdá, que no le miento, ese Pablo sí que era buena gente m’hija. Ése sí m’hija, ése sí”.

Pago lo que debo y salgo a la calle. Miro a ambos lados, cruzo la avenida. Todavía no entiendo nada. No entiendo.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Bartleby c'est moi



"Después del temporal, asumidas las pérdidas
y amarrados los grandes y erráticos dolores,
el puerto es el mejor lugar para esperar.
El puerto es como él:
en su interior
enormes, reposados, mar y barcos
Joan Margarit, El Malecón

"Soy el hombre delgado que no flaqueará jamás"
Pedro Casariego, La vida puede ser una lata


Llevo más de un mes sin escribir. Desde entonces, el otoño llegó a Madrid; Carlos Fuentes contrató a una cabeza decapitada para escribir su última novela; Lehman Brothers, oh Dios, se declaró en bancarrota; una lámpara de araña amenazó con desplomarse del techo y yo descubrí un cocodrilo de piedra en una cornisa de Alonso Martínez. Eso, sin contar que guardo serias sospechas sobre el hecho de que Francisco Franco vive en mi barrio (no miento, lo he visto), aunque ése es tema para otra crónica. Volvamos al cocodrilo, la decapitación de Fuentes, el Lagarto de Alonso y lo que vino después de la araña.

Todo pasó lentamente, a razón de una cosa por día. Puedo decir que la vida me fue ocurriendo, como le gusta a ella, de a poquito. Los ojos tiernos y vacacionales de un taxista que está por jubilarse; un vendedor de mecheros en un bar de la calle Santa Bárbara, en Fuencarral, que se declara enemigo de la palabra gracias –“La odio, no he terminado de hablarle, cuando usted ya me dice ‘no, gracias’. Voy a terminar por odiar esa palabra, ¡gracias, gracias, gracias!”-; el metro ochenta de Dahna, la peluquera que con sus manos rumanas me propina rizos y recuerdos de un lugar que está muy lejos; el periodista colombiano Daniel Samper y su declaración acerca de una ciudadanía del fútbol; Anselmo, mi sofá de Ikea, que se resigna a tomar a solas la siesta y la luz de las cuatro de la tarde mientras yo me pregunto cómo es posible que un chico, en su primer viaje a Estados Unidos, fotografíe con asombro los anaqueles de un supermercado (supongo que hace meses en Caracas no ve tantas marcas de mantequilla juntas). No es que sea el único, he recibido a unos cuantos que pasean por el Corte Inglés como si de las Tullerías se tratara. No los culpo, me digo. “Preferiría no hacerlo”.

Me doy la vuelta, repaso la prensa venezolana y la española. Busco cifras sobre el número de homicidios en Caracas. Ya no hay. No las consigo. El Gobierno no las autoriza, la prensa no se atreve a publicarlas. Miro El País, hoy toca Babelia. Fumo y luego vuelvo a fumar. Mi madre ha estado en casa unos días. Se ha ido el sábado, dejándome unas revistas olvidadas, un par de sueños de hace mil años en una granja de Aragua y, en la alcoba, un perfume dulce, de comisura triste y mirada lluviosa. “Allá, simplemente, no se puede vivir”. Allá, dice ella. “Allá”. A mí me da por pensar en gente que vuelve a su casa. Pero entonces lo dice, de nuevo. “Allá”, dice. “Allá”. Dahna usó las mismas palabras mientras me hablaba de una boda ocurrida hace diez años en su país. Me hala el cabello y me cuenta. Sonríe, ahora sonríe, cuando me habla de “allá”.

De pronto, el taxista, el vendedor de mecheros, la peluquera, el turista de los supermercados, mi madre, el país y todos sus poetas -los muertos y los que gobiernan- se anegaron en mi sala. Poco a poco, los objetos y sus alrededores hicieron una fila. En ese momento, cual fiel Bartleby, me declaré incapaz de corresponderles, así fuera con unas líneas. “Preferiría no hacerlo. Preferiría no hacerlo. Preferiría no hacerlo”. La vida ocurriendo, y yo apartándola a manotazos para no tener que escribirla.

Agarré El País, saqué Babelia y salí de casa. Con Carlos Fuentes bajo el brazo pasé por un bar. Leí la entrevista que le hizo Juan Cruz. Pedí más café; después me largué. Salí de la estación Alonso Martínez y bajé por Mejica Lequerica hasta que un enorme caimán de concreto se me cruzó como un enamorado imposible. “Es una estatua, querida. Es una estatua”, me dije. Pero la Casa de los Lagartos seguía intacta, chorreando hermosos reptiles desde sus cornisas, mientras yo seguía pensando, como ahora, “preferiría no hacerlo, preferiría no hacerlo”. No tenía adónde ir, así que me senté en un banco. Abrí el periódico, otra vez. “Dos frases no hacen un plagio”, ha dicho Bunbury a quienes le acusan de copiar los versos de Pedro Casariego en una canción de Helville de Luxe. Cierro el periódico. Tarareo a Bunbury, imitando su voz plagiaria y estupenda. Me voy a casa, otra vez. “Preferiría no hacerlo, preferiría no hacerlo”.

Mañana hará un mes y tres días que no escribo. ¿Algo para celebrar? ¿será un aniversario, o un onomástico miedoso? Que todos salgan y entren ya me parece normal. El taxista, el vendedor de mecheros, los recuerdos de Dahna, el olor de mi madre, los correos de mis hermanos, los muertos que nadie cuenta, el allá y el acá. Y mientras mi casa se cae portazos, yo sólo puedo pensar en ella, en la lámpara de Araña que hace tres semanas -el día que comenzó la abstinencia escribidora- colgaba sobre mi cabeza en la platea, a oscuras, del Teatro Real.

Era un martes. Me daba igual el tenor o la soprano. Ninguno arrancó de mí nada que aquella araña transparente, llena de bombillas y cadenas, no hubiese robado antes. Como del lagarto de Alonso, me enamoré de la lámpara, de sus enormes patas iluminadas. La imaginé bajando y subiendo sobre nosotros, como quien teje o babea ¿Se caerá o no se caerá? ¿Lo habrá hecho antes? , pensé varias veces. Días después lo averigüé. Sí, en 1995, la lámpara entera se vino abajo sobre el patio de butacas aún vacío. Hoy sólo guinda una réplica que, como yo, viene de otro lugar. Llevo más de un mes sin escribir, la gente trajina alrededor de cosas importantes, se lleva las manos a la cabeza, miran el reloj. Yo, como la lámpara impostora, cuelgo indecisa de mi propio hilo, me hago cada día un poco más Bartleby .