lunes, 22 de diciembre de 2008

Adrenalina Cadivi


Entendemos por adrenalina cadivi una monoamina catecolamina, simpaticomimética, segregada sólo por los venezolanos en el exterior a quienes se haya autorizado el cupo de dólares o euros por viaje que otorga el Gobierno a ciertos –no siempre todos- los ciudadanos. Dicha monoanima se deriva de la euforia que se produce cuando una tarjeta de crédito autorizada por la Comisión de Administración de Divisas (Cadivi) logra cargar con éxito una operación de cobro en el extranjero. Entiéndase: que pase la tarjeta. Y cada compra es un estribo para el heroinómano. La escena siempre es la misma. La cajera acepta el plástico; lo arrastra con cuidado en el datafono mientras uno piensa: “¿pasará o no pasará?”. Es como la venda o el cigarrillo, esos pequeños placeres de presos y condenados. “Gobierno bueno me regala la posibilidad de usar mi propio dinero”, repite uno, el pobre reo en todo este asunto.

Y lo que parece sólo una medida de control cambiario, es algo más. En un país donde tener moneda extranjera es ilegal –con pena de cárcel- a cualquiera le pica el rush de la adrenalina cadivi. Ejemplo: mi madre, una mujer de más 60 años, educación universitaria y sensibilidades varias. Ella fue objeto de la transformación -derivada del síndrome de Stockolmo bolivariano- de la Adrenalina Cadivi, algo así como el Adrenalina Caribe de los ochenta pero con menos piñas coladas y patillas, para dar paso a una resignada y luego eufórica tranquilidad. Mi pobre madre arrastraba hace días el pesar de una tarjeta inconstante y temperamental que no se decidía, jamás, a regalarle la alegría del euro oficial. Sencillamente, no ocurría. En Ikea, "transferencia fallida"; en compras por Internet, “tarjeta no válida”; entradas al teatro, “no”; entradas al Bernabéu, tampoco. Mi madre, que había hecho con estoicamente toda la peripecia soviética del trámite para obtener su plástico milagroso, estaba al borde del llanto. No podía entender porqué, porqué si ella lo había hecho todo tal y como se le indicaba, ¡la tarjeta no pasaba!

Pero en una tarde otoñal, al pie de la calle Bailén y como en la época de Pepe Botella, todo cambió. Tras una nerviosa caminata, un ir y venir, decisión e indecisión, acordamos intentarlo. Esta vez sí, le dije. Caminamos juntas en dirección al teatro real. Entramos en la taquilla, preguntamos por las únicas entradas que quedaban para la función de la Opera Un Baile de máscaras de Verdi -es bueno acotar que llevábamos cinco días meditando su adquisición-. Lectores, amigos: sólo quedaban entradas en patio o el súper mega gallinero. "Hija-dijo mi madre-. Yo no voy a pagar en efectivo eso". Cuando decimos efectivo explicaré a qué nos referimos. En el mercado negro, el euro duplica y triplica su valor, mientras que, con el maravilloso plástico del cambio oficial, nos salía por menos de la mitad. Yo, alcahueta de primera, le dije: "Mamá, intenta pasar la tarjeta. Si no pasa, decimos que es mía, y así no te llevas tú la vergüenza del insolvente”.

El plan estaba decidido. Nos acercamos a la taquilla del teatro, por segunda vez. Pedimos tímidamente y con voz de conejitos de Pascua: "Nos da las localidades del patio, segunda fila. Sí, ésas, ésas". Mi madre extiende la tarjeta. En un signo de apoyo, yo la empujo por la ranura de la taquilla. "Si se hunde la tarjeta de mi madre, nos hundimos todos", pensé. La empleada del teatro cogió la tarjeta, normalmente, sin sospechar el latido nervioso de nuestro corazón oprimido. La acomodadora imprimió las entradas y las guardó a un lado. Después pasó la tarjeta de crédito por el lector. Mi madre suspiró, yo recé mentalmente el ave María. "Que pase, que pase Dios, que pase, que pase la tarjeta". Y he allí: el milagro ocurrió. Tarjeta aceptada, entradas compradas. Una euforia repentina, súbita y maravillosa se apoderó de mi madre, y por ende de mí. ¡Pobres secuestradas del control de cambio! ¡Oh, tenemos entradas! "¡Y compradas con tarjeta", dijo, cual Manuela Malasaña o Charlote Corday, mi hermosa madre.

Madre e hija, acompañadas por el viento de los jardines de Sabatini, dieron un paseo alrededor del Palacio Real y la Plaza de oriente. Ambas, decididas, entraron a la Almudena. Todo fue místico. No por la patrona madrileña. ¡Era por Cadivi! Una vez de vuelta, con una taza de café humeante, en el famoso y antiguo Café de Oriente, mi madre levantó la vista y dijo, de pronto, con alegría de quien sobrevive a un gran accidente: "Tenemos entradas. ¡Y las compramos con tarjeta!"

Ya no me queda duda. Existe. Adrenalina Cadivi existe. Desde ese tarde, mi madre sonríe, bebe despreocupadamente y ve gatos animados que escupen líquido verde por el Skype. Es una mujer nueva, la hermosa y arrolladora rubia que sonríe gracias a esa alegría momentánea con la que un gobierno autoritario redime a sus pobres ciudadanos.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Vencidos anónimos, ¿en qué podemos ayudarle?


En 2003 el gobierno cubano condenó a Alejandro González Raga a cumplir una condena de 27 años de cárcel. De esos, uno lo pasó en un calabozo de dos metros de largo por dos de ancho. Cinco años después, sin mediar razón, un funcionario llegó a su celda para decirle que podría marcharse, con una condición: no volver jamás a Cuba. Al día siguiente, el 17 de enero de 2008, González Raga llegó a Madrid en un avión de la fuerza aérea Española.

Lo cuenta todo con distancia y cautela: “En Cuba no hay libertad de expresión. La mejor prueba es que a mí y a 26 compañeros más nos metieron a la cárcel por decir cosas que no le gustaban al Gobierno. Y la cárcel, como el silencio, es casi la muerte. Por eso me considero un sobreviviente”. Entre el auditorio del master de Periodismo de El Mundo que le escucha, están sentados también su padre y su mujer, a quienes mira al decir esas palabras.

Periodista de la agencia independiente de noticias de Camagüey y compañero en la cárcel junto a Raúl Rivero, Alejandro González Raga trabajó en el Proyecto Varela, una iniciativa para pedir al régimen la ampliación de las libertades. Apoyándose en los artículos 67 y 88 de la constitución cubana, recogieron 25.000 firmas para solicitar la libertad de expresión, agrupación, asociación y empresa, además de la realización de elecciones libres. La respuesta, según Alejandro, fue contundente: “Fuimos a prisión 75 personas, de las cuales más de 50 participábamos en el proyecto”.

Desde su llegada a España –adicta, como el resto de Europa, al safari ideológico-, González Raga, como el resto de los cubanos, no ha tenido noticia de los que permanecen en prisión. “La prensa cubana no habla de presos políticos; tampoco hay denuncias, ni nada”, dice sin dejar escapar ni un poco de rabia. Y aunque dice no sentir temor, su excesiva discreción le contradice.

Sólo una pregunta altera su pacífica y aburrida voz. La intervención, hecha por una periodista cubana, pedía a Raga aclarar si él o algunos de sus compañeros había recibido “dinero de otros gobiernos” para publicar sus “noticias independientes”. El periodista fue rápido y corto: “Lo que tú dices –espetó increpando a la joven- es lo que repite el gobierno cubano para confundir. Vivimos como apestados, tanto que tú, siendo cubana, has tenido que venir a España para conocer a un periodista independiente. Y para que lo sepas: la pasamos muy mal”.

Hablar de cambios en Cuba le parece exagerado, pues a su juicio, las “medidas cosméticas” de Raúl Castro no son signo de nada. El porqué lo tiene más que claro: “Mientras Fidel siga vivo, seguirá diciendo qué se hace y qué no”. Para él sólo la intermediación europea, especialmente la española, puede servir. “Por eso, por lo importante que ha sido para nosotros, vemos con dolor que la Unión Europea haya levantado algunas sanciones, que aún siendo sólo un simbolismo, dejan al cubano a merced del gobierno”.

Comentario al margen en una cafetería de Pradillo
Alejandro González Raga no es nuevo en el destierro, pero éste, a diferencia del que ya llevaba a cuestas, pasa factura con el invierno. Todas las mañanas, este hombre moreno, delgado y de dientes separados, compra la prensa. Hoy, en su edición de papel, EL País publica a una columna la posibilidad de que Raúl castro use algunos presos cubanos –muchos de ellos amigos y colegas de Raga- para cambiarlos por espías capturados por Estados Unidos.
En la portada, una foto ilustra a Castro dejándose dar palmaditas en el estómago por Hugo Chávez. “Chávez a nosotros no nos afecta, porque ya lo hemos perdido todo. Pero a ustedes sí. Nosotros, si se quiere, estamos terminando, ustedes están empezando”. Sus palabras se me hacen amargas. Esta solidaridad de sociedad anónima de los vencidos me cae de la patada. A mi alrededor, mis compañeros españoles abren su boca, asombrados de que exista un mercado negro del pollo, o de carne, o de cigarros. Quisiera decirles que no han visto nada, que el Ché no es tan cool como se ve en los muros de la Barceloneta y que deberían darse con un canto en los dientes por tener un rey para quemar sus fotos cuando estén aburridos. Pero me callo. De nada sirve; de nada.
No quiero hablar con este hombre ni con nadie más, así me marcho a solas, sobándome la derrota con una taza de algo que no me sepa tan amargo. Y mientras le doy vueltas al café, una operadora imaginaria me pide que permanezca a la espera. La línea de los vencidos anónimos está saturada
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jueves, 18 de diciembre de 2008

Carta a los parques


En una acera algo hiere, un cordón se desata. Hace seis grados y, en la parada del 73, ella se da por vencida. La noche se quedó entre sábanas, esperando a que alguien, por piedad, la rematara de un tiro. Si se despertó es porque tocaba. Por alguna razón ya era de día.

En una acera crecen los postes y los parques andan cojos. Ella se toca los ojos. Quizás le arden. Pero no hace nada, porque a las mujeres fuertes nada les pesa. Las fuentes tienen frío; el agua de sus peces se ha ido a otra parte. Ella lo sabe. Pero las mujeres fuertes dejan el agua correr. Se echan en la espalda lo que pueden, y lo que no también.

En una acera algo se desploma, un papel se extravía. Son sus palabras haciéndose las comprensivas. Como si no dolieran. Pero las mujeres fuertes corren cuanto pueden. Corren. Hasta donde haga falta. Por eso van en tacones, haciendo sonar sus pasos para avisar que llevan prisa. Por eso callan en los vagones y aprietan su letra en un cuaderno. A las mujeres fuertes nadie les dijo que debían callar. Ella no lo sabía. Ahora lo sabe.

En una acera unos zapatos enmudecen, suben al autobús porque toca. Porque ya es de día. Ella se machaca, ¿es su culpa? Tal vez. A las mujeres fuertes les toca. La reciben. Se la quedan. La mastican. Como si fuera suya. Ella lo sabe. Y se ríe de sí misma. Se ríe de su risa de mujer fuerte. Esta dulce paliza para la educación sentimental.

En una acera ella piensa. Ella da vueltas. Ella recibe. Ella espera. Ella piensa. Y fuma. Y piensa. Y se pregunta adónde fueron los dinosaurios que dormían bajo la manta verde. Lejos. Ella está lejos. Que la mujer que duerme a tu lado no va a ningún lugar, le dijo. Que la mujer que duerme a tu lado está lejos de todo y cerca de ti, pensó. Es otoño y todo cae. Cae amarillo sobre su pecho sincero.

En una acera un autobús llega, luego se marcha. Ella mira su reflejo en el vidrio. Su reflejo de mujer fuerte a la que nada hiere. La que puede todo. La que resiste. La que apaga la luz pensando que estaba en lo correcto. Y por eso pide perdón. Porque ella lo puede todo. Puede el silencio, puede la casa a oscuras, puede con el sábado, el domingo, el lunes, el martes, el miércoles. Porque a las mujeres fuertes nadie les preguntó si lo eran.

No tengas miedo. Ella es una mujer fuerte; no se arrepiente de sus ojos. No tengas miedo, ella es una mujer fuerte; una gimnasta de los aeropuertos; la que se queda sin preguntar hasta cuándo. No le interesa, ya está aquí. No tengas miedo, ella recoge los vidrios. No tengas miedo, ella está ahí, viéndote dormir.

En una acera algo duele; es una mujer fuerte, tratando de volver a casa.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La mano derecha de Garzón



Ha llovido furiosamente esta mañana. Mis manos están frías de tanto viento. Afuera, en la calle Génova, las hojas de los árboles se agitan y dan patadas en el aire. Llueve, furiosamente. Llueve. En el piso primero de la Audiencia Nacional, en el juzgado quinto de instrucción, van y vienen carpetas: causas con preso; procesos de instrucción; gordas e interminables diligencias; sentencias; autos de derecho. Torres de gente sobre más torres de gente. Papel sobre papel, un mar inmenso de sellos y planillas.

El despacho luce tranquilo, verde como una selva sin nombre. El juez Baltasar Garzón se pone de pie. No sabe quiénes somos ni a qué venimos, y eso qué importa, igual se pone de pie. Saluda sacando su pecho de muro, apretando su mano regordeta con fuerza. Es diestro y enérgico; de gestos graves, severos. Garzón extiende la mano y aprieta la mía contra la suya, triturándola con furiosa educación. “Buenos días”, dice. “Buenos días”, repito. De él se dice todo y en los últimos meses no hay quien regatee en insultos

El juez Garzón, de cabellos blancos muy blancos, está escuchando ópera. No es una en concreto, parece una selección. Viste un traje de raya diplomática y una corbata amarilla tornasolada. En su despacho nada tiene sentido, todo se sobrepone: los libros de Machado y las novedades jurídicas; las litografías de Picasso; las plantas verde lima; los papeles y plumas, un ir y venir de objetos para un hombre que intimida y atrae, repele e impone. Garzón cruza los brazos y nos mira a todos.

Nadie pregunta nada. Yo quisiera preguntarle todo. No llevo conmigo mi libreta, tengo las manos frías y ganas de fumar un cigarrillo. Continúa el silencio en el despacho. Garzón repasa el ambiente inflando su abdomen de peluche de feria. No espero más y me babeo de gusto ante el mediático juez. “¿Qué se siente llevar a la cárcel al mayor dictador de América Latina?”. La pregunta suena cursi. Es cursi. Soy cursi.

Garzón me mira, descruza sus brazos gruesos y se balancea sobre sus mocasines negros. “¿Eres chilena?”. No lo soy. Me reservo mi nacionalidad como si de un arma secreta se tratara. El juez habla de la inmunidad caducada del dictador; de los delitos contra la humanidad y la euro orden; repasa el aire con voz sepulturera y magnífica. Yo sólo pienso en lo pequeño que parece este hombre, este juez que manda a Pinochet al infierno y trae de vuelta a Franco para juzgarle, así sea bajo tierra.

“¿Acaso sería posible aplicar ese procedimiento de juicio a otros dictadores…?”. Garzón no me deja terminar la frase. “Que si se puede enjuiciar a Hugo Chávez, quieres decir”. Le agradezco que me exima del compromiso persecutorio y le escucho, clara y glotonamente. Todo esto parece un autógrafo jurídico, un tranquilos chicos, iré en vuestra ayuda.

Pero Garzón se pone técnico. Que no. Que no se puede juzgar al presidente, pues aún está en funciones y la inmunizadla exime. Garzón compara situaciones. A Chávez no puede juzgársele, no aún, pero a Fidel Castro sí. Una chica cubana salta al momento, Fidel aún tiene un cargo, a Fidel ni con el pétalo de una ley. Ella parece un Camilo Cienfuegos y yo una batistera exilada en Miami.

La ópera disuelve las cosas, las lleva a donde deben ir. Algunos preguntan otras cosas, cosas que Garzón ya sabe. “¿Usted, tan mediático como es, cómo lleva esto de que la prensa le destroce durante semanas?”. Y como si de una cresta se tratara, el cabello blanco del juez se eriza. Garzón saca pecho, nos mira como preguntándose de dónde hemos salido. Afuera llueve, furiosamente. Llueve.

El juez Garzón sale al paso, perezoso. Sólo lee un periódico completo y uno más, cuya lectura -según él mismo aclara- nunca puede concluir. Lo dice con voz de arcada, casi con desdén, balanceándose sobre sus mocasines negros. Su barbilla de duende brilla como una fruta de cera. Todo en él es demasiado firme.

“Disculpe, ¿cuál es el periódico que lee completo?”. Garzón vuelve sus ojos hacia mí. “Sólo puedo responderte tres cosas: es de Madrid, no es un periódico deportivo y no es El Mundo”, responde el juez, aludiendo al diario en cuyo nombre venimos y que día a día le aporrea con durísimos y a veces histéricos editoriales. Todo aquello me da vergüenza y electricidad. Tengo las manos frías y ahí está Garzón, muy orondo, ajustado en su traje de raya diplomática.

Alguien toca la puerta, una mujer con carpetas y sellos pide disculpas por la interrupción. El juez debe irse, nosotros también. Y todos nos marchamos con cara de circo averiado. Me tomo unos segundos más para mirar las litografías y repasar con los ojos a un juez que imaginé más alto.

Garzón aprieta mi mano con su derecha. La tritura de nuevo, sacudiéndola de arriba a bajo mientras habla de un caso de corrupción archivado contra Chávez por malversación durante su primera campaña. Yo sólo puedo pensar que el juez que sentó a Augusto Pinochet en el banquillo ablanda mi mano de un apretón educado y carismático. Todo aquello es raro y lluvioso.
En el pasillo crece la marea de sellos y planillas. El juez Garzón guarda su mano derecha en el bolsillo mientras retoma su silla con la izquierda. Y mientras él vuelve a su trabajo, yo regreso a la calle Génova donde aún llueve. Llueve furiosamente