jueves, 25 de febrero de 2010

La balada de los Chuck Taylor


A Salvador, por los Chuck

La primera vez que vi unos Chuck Taylor fue en 1991, tenía once años, suscripción a televisión por cable y mucho tiempo libre para asomarme al balcón de casa y vigilar si los edificios de Manzanares Este eran más altos que los de Manzanares Oeste. No sabía que los zapatos se llamaban así, tampoco tenía idea de quién era el jugador de basket. De hecho, pensé que existían sólo en color negro y que una regla no escrita decía que había que usarlos con camisas de leñador. Claro, había visto el modelo de Converse en el vídeo Smells Like Teen Spirit, el single promocional del album Nevermind, de Nirvana. Tenía 11 años y asistí en primera fila al ocaso del Heavy Metal, la comercialización del grunge y una de mis grandes cobardías sentimentales, los Chuck Taylors.

La primera vez que ví el vídeo de Smells like Teen Spirit no entendí nada, pero me gustó. Samuel Bayer siempre ha sabido hacer eso. Cosas que no se entienden pero que fascinan y he de admitir que a mis 11, 12, 13 y 14, este señor tenía la propiedad de enchufarme a la tele. No Rain, de Blind Melon (adoraba a esa abejita gorda); Bullet with Butterfly Wings, de Smashing Pumpkings y ya mayorcita Anybody seen my Baby?, del álbum Bridges to Babylon de los Rolling Stones.

Pero volviendo a Teen Spirit, y los Chuck Taylor en cuestión, que en ese entonces aún pensaba que eran sólo negros. El vídeo del single estaba inspirado en la película Over the Edge, según el biógrafo de Cobain, una de sus favoritas. En él, aparecía, en una película de tono sepia, la banda tocando en una reunión en un gimnasio del típico High-School gringo, todos rodeados por animadoras vestidas de negro con el símbolo anárquico. El asunto no era para sorprender a nadie. Todos terminanban destrozando cosas. En ese sentido, Jeremy, de Pearl Jam, siempre me pareció mejor. Tenía más angustia y más ira.

Al año siguiente, 1992, con Smells like Teen Spirit, Nirvana ganó en los MTV Video Music Awards las categorías "Mejor Nuevo Artista" y "Mejor Artista Alternativo". Recuerdo perfectamente esa entrega. Yo tenía 12 años, el tiempo seguía sobrándome y la suscripción por cable se había hecho aún más necesaria. Dos intentos de golpe de Estado en un mismo año habían convertido los toque de queda en algo habitual, así que ni asomarnos a la ventana podíamos.

En esa ceremonia de los MTV, Kurt Cobain asistió vestido con una americana blanca y unos Chuck Taylor rojos. Recuerdo que luego de interpretar en vivo Nevermind, y de romper –a duras penas, porque no podía tenerse en pie- una Fender blanca (estoy segura que era blanca) contra los altavoces, Kurt Cobain empezó a llamar a Axel Rose, en ese entonces el delgado y ágil vocalista de una banda que no había perpetrado The Spaguetti incident y muchísimo menos Chinese Democracy. "Hey Axel, where are you Axel?", gritaba Cobain al más puro estilo Courtney Love. Si aquello era la libertad. Yo necesitaba calzármela.

Pero pasó el tiempo. Y guardé conmigo los Chuck Taylor como una ambición que una señorita caraqueña no podía permitirse. Y aún no sé porqué. Si fui capaz de raparme el cabello y usar camisas de leñador, pude haberme puesto los Chuck Taylor. A los 19, con unos cuantos años de retraso me leí Generación X, de Douglas Coupland. Y seguía sin calzarme los Chuck Taylor. Había dejado de escuchar Nirvana hacía rato. Incuso, tiré a la basura todos los CDs, incluyendo Nevermind. Seguía escuchando Pearl Jam, los verdaderos grunge a mi juicio, pero ahora militaba en el Trip Hop y las filas de Tricky.

Ahora revuelvo el Ipod, escucho música en catalán y miro con regocijo mis Chuck Taylor rojos. Tengo 28 años y mucho tiempo libre para leerme tres veces El Ladrón de morfina de Mario Cuenca Sandoval, escuchar seis o siete veces Cuaresma, de The New Raemon, y mirarme los parches en los tobillos rojos. Sigo siendo sentimentalmente cobarde, pero los Chuck me hacen pensar lo contrario, al menos hoy.

lunes, 15 de febrero de 2010

Yesterfoam, o una situación de rehenes en San Vicente Ferrer 34


(Pinchar para ver vídeo)

Un español, un peruano y un argentino ocupan sus posiciones frente a tres atriles en una librería, en el número 34 de la calle San Vicente Ferrer, en Madrid. Dos de ellos llevan instrumentos: el peruano Fernando Iwasaki, una guitarra y el español Mario Cuenca Sandoval, un bajo. El argentino Andres Neuman tiene las manos vacías, por eso las mete dentro de los bolsillos mientras aparta unas ramas imaginarias con los pies. Alrededor de los tres sujetos, un hombre con bigote de editor y americana de cuero sostiene una caja llena de tapones para los oídos. El público les mira con ojos panaderos.

Son las nueve menos cuarto, el asunto está por levantar y hornearse. Una veintena de insectos, mejor dicho, 22 cuentos sobre (los) cuatro beatles es la razón de todo este asunto. 22 escarabajos. Antología hispanoamericana del cuento Beatle (Páginas de Espuma, 2010). Ése es el motivo por el cual los tres sujetos y el editor, Juan Casamayor, llevan a cabo esta excepcional situación de rehenes en la que las víctimas ni hacen uso de sus tapones ni llaman a la policía para que apresen, de una vez por todas, a los responsables de tan extravagante aglomeración de gente. En menos de 50 metros, un editor, 22 escarabajos y más de 50 personas escuchan, voluntariamente, canciones de los Beatles interpretadas por un escritor español, otro peruano y un argentino.

Los tres sujetos se conocen entre ellos, y aunque tocan como si nunca antes se hubiesen visto, el invento no está nada mal para tratarse de la presentación literaria donde alguien, gracias al cielo, prescinde de los agradecimientos pregrabados y los latiguillos en los que el presentado, (o los presentados, en este caso), por ser tan conocido, se queda en la antipática nube de quien “no necesita presentación”.

El auditorio también les conoce, sobradamente, será por eso que siguen aquí, que no se han puesto los tapones ni llaman a la policía, considerando que Boxeo sobre el hielo (2007), Ajuar funerario (2004) o El que espera (2000) pueden ser libros tan hermosos como hilarantes, y que sería una canallada apresar a sus autores -y hacer pagar fianza al editor- por un secuestro en Re menor, con agravante de violación a la normativa del aforo legal permitido por la Comunidad de Madrid.

A los 45 minutos de recital ya está claro que Mario Cuenca Sandoval ha sido el cabecilla de la antología, y Juan Casamayor el perpetrador. Y aunque los Beatles han sido, siempre, literarios, a Cuenca le picó la mosca –o el escarabajo- de convencer a un grupo de gente para que lo plasmara en un relato. Así lo hicieron Pilar Adón, Leonardo Aguirre, Miguel Antonio Chávez, el propio Mario Cuenca Sandoval, Maurice Echeverría, Patricia Esteban Erlés, Javier Fernández, Marcelo Figueras, Rodrigo Fresán, Esther Garía Llovet, Salvador Gutiérrez Solís, Fernando Iwasaki, Eduardo del Llano, Salvador Luis, Leopoldo Marechal, Hipólito G. Navarro, Andrés Neuman, Raúl Pérez Cobo, Care Santos, Roberto Valencia, Xavier Velasco e Iban Zaldua.

Debajo de un enorme pez azul y una lluvia de poliespan blanco, los tres escritores cantan The nowhere man. La imagen tiene un punto Yellow Submarine a lo Páginas de Espuma. La noche está a punto de terminar, en lo que a esta situación de rehenes se refiere. El peruano ha soltado su guitarra. El argentino ha vuelto a meter las manos en los bolsillos y el cabecilla, Mario Cuenca Sandoval, ha cambiado de sitio. Es, o debería ser, la última canción de la noche y probablemente la versión número 6.000.0001, o la 6.000.002 en la historia de la música. No lo sé. No me fío de la cifra que he encontrado al respecto.

Según la Broadcast Music Incorporated, tan sólo en el siglo XX, Yesterday, la canción escrita por Lennon y McCarthey en 1965 para el álbum Help, fue interpretada cerca de 7 millones de veces. De acuerdo a esa cifra, este debería ser la versión número siete millones y uno, aunque el siglo ya no coincida.

La versión de Iwasaki, Neuman y Cuenca Sandoval –un poco menos ortodoxa que las otras siete millones, supongo- se tituló Yesterfoam(*). Que vivir del cuento sea la filosofía de Páginas de Espuma puede ser suficiente motivo para interpretar la canción más interpretada de la historia en un recital de música que es en realidad la presentación de un libro o una reunión de escarabajos literarios, en una librería de 50 metros, en el número 34 de la calle San Vicente Ferrer, en la que vuelan peces, llueve poliespán y al final de la tarde los rehenes convocados por los tres escritores y el editor, voluntariamente aceptarán vino y regresarán a casa con un libro en la mano y tapones para los oídos en los bolsillos.

(*) La calidad del Audio-vídeo de la versión Yesterfoam ofrecida en este blog es poca, la que permite un Iphone en manos de alguien como yo.

domingo, 7 de febrero de 2010

Sobre cómo ser un buen ladrón de servilletas


Me conozco de memoria los árboles de la calle Montesa. Los llevo dignamente, con frío en las manos y tabaco en los bolsillos. Mañana cumpliríamos una guerra de no ser por estos vagones en los que hemos extraviado los abrigos. Me conozco de memoria los árboles de la calle Montesa. Los esquivo. Evito sus maceteros llenos de agua y colillas, esa sopa sucia para ojos aburridos. Capitulaciones matutinas, un paisaje con privilegios para la vuelta a casa. Me conozco de memoria los árboles de la calle Montesa. Será por los vagones abatidos y su guerra de silenciosas cafeterías. Me conozco de memoria los árboles de la calle Montesa y aún no entiendo porqué a algunos les quedan hojas en pleno invierno.

jueves, 4 de febrero de 2010

El pastillero de Bonsai


Bonsái era esa amiga con la que intercambié besos la última vez que nos tropezamos. No es que me gusten las mujeres con el rostro pálido y el corazón impregnado a tabaco, pero lo suyo era distinto. Solía ser compulsivo y esporádico, algo dulce y olvidadizo. Casi nunca vengo a verla, creo. Bonsái lucía linda y gastada, como ese exagerado pastillero verde sobre su bandeja de objetos de plata al sol. A las diez de una mañana sin prisa, la miré pensando si hacerme presente con cualquier excusa. Dos crucifijos de jade, un pintalabios de resina y tres broches oxidados por un total de cinco euros con cincuenta centavos. Podría comprar todo eso. El resto, el mechero y la gargantilla de perlas, las rociaría con aceite y les prendería fuego como a un collar de hormigas de cera escrito por Banville para un día de tormenta. Probablemente la llama no agarraría mucha altura. ¿Para qué otro incendio? Si con el de los ojos de Bonsái ya era suficiente.