miércoles, 28 de julio de 2010

Sueños de betamax



Aquella violencia vino de un lugar que ya ocurría. Y sin embargo parecía lejano. Era dulce, apacible. Sorda y melodiosa. Yo tenía seis años la primera vez que se expuso. No fui a verla, claro está, y no la descubrí hasta los 20 cuando me la topé de frente en una sala blanca que bien podría haber sido la de un psiquiátrico o la de un museo. Pude verla una sola vez. Sólo una. Los sueños no duran más de cinco minutos, de José Antonio Hernández Diez. Pieza única. Año 1988, en la 'víspera' del Caracazo.

Un año antes de que produjese su instalación In god we trust, aquel bidón de gasolina contra el síndrome Frescolita de los años siguientes, Hernández Diez creó la que puede que hoy sea la imagen más valiosa, la que espero que aparezca en mis fogonazos de muerte o lucidez. Ésa en la que todo parece ocurrir como en sueños: a dentelladas y con lentitud. En technicolor. En pastillas. En silencio.

Vi la pieza hace unos seis o siete años. Permanecí en la sala del Museo Alejandro Otero unas dos horas. La vi una y otra vez, una y otra vez. Y aún después de tanto tiempo, todavía permanece fija en mi retina una imagen, mejor dicho, la imagen (la que ilustra este post). En el centro, aquella chica rubia de vestido blanco. Frente a ella, extendiéndole una pata, un perro de raza callejera, hace poco me enteré –por el propio Hernández Diez- que se trataba de una perra en celo, de lo contrario la jauría que corre tras de ella jamás lo hubiese hecho en esas condiciones tan verosímiles.

Las dos figuras juntas, la dulce rubia y la perra, me resultaban y me resultan, siniestras y conmovedoras. Azules como vírgenes. Santas de una pesadilla química. Camafeos de psiquiátrico en el formato de la cinta de un betamax azul. Ellas dos, ahí, repitiéndose como pesadillas. Siempre fueron hermosas. Incluso ahora que he vuelto a encontrarlas. Violentas, poéticas y llenas de explicaciones que incluso no estoy segura de querer saber.
Lo que siempre supuse que era una arboleda cualquiera –lo que se adivina detrás, en el paisaje- , resultó ser el psiquiátrico del Peñón, un hospital para enfermos mentales cercano a mi antigua casa en Caracas. El sitio era un enorme caserón de los años 50, ubicado en una loma de tupida vegetación.

Recuerdo aquella casa, perfectamente. Por ese camino solíamos volver, ya tarde en la noche, un grupo de amigos que ya no existen, escuchando Massive Attack o Radiohead , preguntándonos si el electroshock aún existiría, si para ser buen músico había que tener un ojo deforme como Tom Yorke, hablando de Las (recien descubiertas) enseñanzas de Don Juan o ensalzando las mismas tres anécdotas de Tim Leary que nos sabíamos. Entonces todo era todavía bonito y la frescolita rodaba, dulce, de los surtidores de refresco.

Y aunque de la obra de Hernández Diez me tocó muchas veces ponerme a fondo con otras series, por ejemplo a las que pertenecen sus obras Marx, Jung, Hegel, o Ceibó (1999), sus largas uñas acrílicas de Soledad Miranda (1998) o las patinetas de La Hermandad (1994), siempre quiero volver a Los sueños no duran más de cinco minutos (1988) este lugar, a este recuadro azul de sueño y miedo, esa violencia que vino de un lugar que ocurría mucho antes de que llegáramos, siquiera, a imaginarlo.

viernes, 23 de julio de 2010

El día de la Náusea, otra vez



Últimamente pienso de más en Los Monagas. Y no lo hago disciplinadamente, ni porque esté posando de diente roto. Pienso en Los Monagas porque me viene solo. Porque la imagen del escritor arrojando la edición de su novela al Hudson, señores, da vueltas alrededor de mi cabeza. Porque el cierre de la Fundación para la Cultura Urbana, como a ustedes, me enciende un fuego parecido al que prendía en mí el retrato del reportero gráfico Jorge Tortoza, muerto en la esquina de la Pelota el 11 de abril de 2002.

He estado pensando en Los Monagas, también en el odio y en cómo se confeccionan sus mecanismos. Anoche, cuando abrí la edición digital de El País y vi a La Mano de Dios palmeando los mofletes de Hugo Chávez, henchido de poder y pleno de sí mismo tras el anuncio de la ruptura de las relaciones diplomáticas con Colombia, me di cuenta de cómo desde el año 2002 hasta hoy ha crecido una gruesa y venenosa adormidera.

Con éste ya son tres los incidentes diplomáticos –por usar un eufemismo, una guarandinga- con el gobierno de Álvaro Uribe. Vamos, que las relaciones se han roto, siempre con la clara y prístina voz de José Tadeo, perdón, quise decir de Hugo Rafael Chávez, a quien le entretiene el performance de los tanques en la frontera casi tanto como a un caudillo su montonera.

Desde hace más de ocho años, la prensa y el ejecutivo colombiano han denunciado primero el aliviadero guerrillero en suelo venezolano y ahora el campamento vacacional, con derecho a safari ideológico, en territorio bolivariano. En medio de todo esto, los huesos de Bolívar hacen cloc cloc … porque los héroes no son más que eso, un huesero, por eso se los enseño en televisión, porque el Estado señores, soy yo; la Historia soy yo, parece decir Hugo Chávez a lomo de caballo en medio de una sesión del Congreso, al más puro estilo Monagas resucitado que vuelve para tomar el congreso.

Entonces la hipótesis del odio queda travestida en la del espectáculo. Y me confundo, gravemente. El odio es nuestro, de eso no me cabe duda. Pero el circo es suyo. El día de la náusea antes me ocurría más espaciadamente y me permitía la nostalgia, incluso la revancha, como una fantasía. Ahora me queda algo distinto. Debe ser mi geografía entera apestando en la ira.

Y vuelvo a pensar en el hombre que arrojó la edición entera de su novela al río Hudson. También en todos los muertos a los que, en vida, perseguí con preguntas necias. País, País, País, País. Si agrego exclamaciones parecerán carcajadas. Pienso, a veces, ahora, en todos los muertos sustitutos, en los que ya están bajo tierra sobreviviendo al país de la Náusea. Y aunque estén muertos, ellos por lo menos son más valientes.

Pienso en Los Monagas. A veces en el rey Zamuro. La palabra patria me suena a pasapalo. Ha de ser porque hoy vuelve a ser el día de la Náusea, otra vez.

martes, 20 de julio de 2010

Diez motivos para lanzar la edición entera de una novela al río Hudson

Leo a Enrique Bernardo Núñez. Me paseo por La galera de Tiberio, su cuarta novela, la que sigue a Cubagua (1931). La galera, coinciden varios, entre ellos Augusto Hermán Orihuela -responsable de la comisión de la UCV que publicó una edición póstuma, con correcciones, del libro-, la escribió el valenciano Enrique Bernardo Núñez entre 1931 y 1932. Seis años más tarde, en 1938, la novela se publicó en Bruselas. Ese mismo año, Bernardo Núñez arrojó la edición completa al río Hudson, en Nueva York.

Enrique Bernardo Núñez se reservó apenas unos ejemplares. Dicen, algunos, que Bernardo Núñez estaba dolido. Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri, encandiló el brillo de las perlas de su Cubagua, publicada casi simultáneamente. Pero no. No basta ese arrebato para semejante despecho. Juan Liscano negó esa hipótesis varias veces. No tiene sentido un resentimiento tan impuntual. Y, finalmente, ¿puede un odio menor llevar a un autor hacer eso?

La Galera se desmarca de su quinta. Una prosa a veces hermética, un muro de obra limpia. En nada tiene que ver con el costumbrismo de Gallegos, ni el pintoresquismo de Manuel Díaz Rodríguez ("hazte general"). En La Galera, Bernardo Núñez habla, a través de las esclusas de Miraflores, durante la administración de los Estados Unidos del canal de Panamá, de una identidad americana. Toca heridas políticas pero no lo hace desde ninguna tribuna. Incluso, no sé si es esta historia pretende ser estrictamente política.

En La Galera, Enrique Bernardo Núñez se detiene en personajes, ambientes y escenas que tienen una proposición más literaria que incendiaria –lo esperable en ese entonces, dada la tribuna política del escritor- . Paso los ojos como dedos, encuentro literatura anglosajona. Este hombre leyó a Faulkner.

Aunque muerto el Benemérito desde hace ya tres años, el país todavía luce modos gomeros para 1938. El año en que Enrique Bernado Núñez se marcha a Baltimore como cónsul. Un hombre singular, el Bernardo Núñez. A salto de mata, ya había cumplido funciones diplomáticas en Colombia, La Habana y Panamá. De hecho, Cubagua la comienza en Cuba y la finaliza allí donde habrá de comenzar La Galera.

¿Qué tan alta fue la calentura de Bernardo Núñez con la Fiebre de Otero Silva y compañía? Fue muy cercano a Rómulo Betancourt, a quien conoció en Estados Unidos, pero en una versión ya más moderada del futuro socialdemócrata. Pero eso, señores, es harina de otro costal.

¿Qué empuja a un escritor a arrojar una novela entera a un río y reservar para sí uno, dos ejemplares? ¿Por qué no arrojarla toda, de una vez? ¿Por qué al volver al país en la década de los cuarenta se refugió en la crónica como quien huye de algo? A él se le conoce sólo por La Caracas de los techos rojos y no como el ofuscado sujeto que ahoga su novela sin otra suposición que el enfado estético. Sin embargo, si se mira la reproducción facsimilar de las páginas impresas de La Galera de Tiberio, corregidas a mano por él, podría intuirse que no debía estar tan a disgusto con el libro como parecía.

"Según la tradición", cuenta un afectado personaje al narrador en medio de un puerto lleno de barcos provenientes de Maracaibo y Curacao, "hay barcos que huyen a veces de sus prisiones de lodo" y el paso de alguno de ellos "anuncia un acontecimiento universal". Al comienzo de las excavaciones en el istmo, continúa el enrarecido marinero o vagabundo, aparecieron, dice, dos vasos llenos de medallas de Tiberio César. El hallazgo había coincidido con la llegada a la costa de "aquel buque fantasma". Así empieza este naufragio auto infringido por el propio Bernardo Núñez.

Me paseo curiosa por este enorme barco, La Galera de Tiberio. Algo me dice que aquí hay más gente de la que imagino, pero sé por qué. Si alguien cree saberlo, si atina con alguna de las diez posibles razones por las cuales alguien arroja una novela, se reserva unos pocos ejemplares, la corrige y la guarda para más nunca volver al género y refugiarse en la pastoril crónica, que me lo haga saber. Doy diez barcos por cada intento.

viernes, 16 de julio de 2010

Sombrero y Mississippi



Desde que me enteré que Siruela publicaría Sombrero y Mississippi , me preparé como quien lo hace para entrevistar o combatir. Leí Las aventuras de Tom Sawyer y las de Huckleberry Finn. Necesitaba conocer el cauce de un río al que jamás me asomé de pequeña. También releí a Beckett y, por supuesto, a Ray Loriga, el escritor de cejas furiosas y brazos tatuados. Volví a él de a poco, entre marzo, abril y varias cajetillas de Marlboro.
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Lo compré al día siguiente de publicarse. Las primeras cien páginas comencé a leerlas con una cerveza y medio paquete de tabaco frente al pabellón Carmen Martín Gaite en la Feria del Libro de Madrid. Las otras cuarenta y tantas las devoré en el 26, esa misma tarde, de vuelta a casa. Esa semana lo leí de nuevo, en el metro, esta vez con un lápiz de Ikea. Desde entonces, el ejemplar reposa en la estantería. Cinco postips amarillos sobresalen de sus páginas como apagadas lenguas de serpiente.
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De vez en tanto, cuando paso hacia la habitación, cojo el ejemplar y lo abro al azar. Consigo una frase diáfana. Un balazo redondo y sincero.Hoy he vuelto a coger el libro, esta vez sin abrirlo, y he salido a la calle con él. En Sombrero y Mississipi. Impresiones sobre el oficio de la impresión el escritor de las cejas furiosas sigue confundiéndome con ensayos a veces elásticos, otras demasiado rígidos.
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Sombrero y Mississippi es un volumen fantástico, tan irregular como acicalado. Un libro de artefactos literarios diseñados por un sujeto que debe pasarse la mayoría del tiempo fumando, frunciendo el entrecejo y pensando en literatura, de lo contrario, ¿en qué otro lugar del mundo que no sea el limbo puede pensarse en la idea de cruzar la distancia que separa el Mississipi (de Mark Twain) del sombrero (de Samuel Beckett)?
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“Frente al río Mississippi un escritor escribe que lo es. Piensa, quien escribe, que Twain creció por aquí e imaginó este mismo río antes. ¿Qué hacer con un río prestado? ¿Robado?”. Hace pausa el autor de El hombre que inventó Manhattan y continúa: “Pero escribir es precisamente decir todo esto, repetir lo que se ha escuchado sin saber exactamente su función, hasta que se le encuentra un lugar, un acomodo, puede que un sentido. Se va formando un escritor entre la charca de lo leído y, como el juego que no merece ni pide más gloria que la que imagina, el escritor, de pronto, piensa que escribe”.
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No hay almíbar gratuito en la barca del madrileño. En Sombrero y Mississippi, Loriga separa aguas, disuelve mareas y en lugar de proclamar la libertad, clama por los méritos para ejercerla. El oficio de escribir para Loriga es una advertencia, a veces demasiado malhumorada y culta –chirría en ocasiones, ya o he dicho, la muleta excesiva de la cita a Kierkegaard, Wittgenstein, Chesterton, Vonnegut-, en otras, una ruta de navegación en la que nosotros, lectores, terminamos también, por zarpar:
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“Si fuese posible distinguir entre los que se debe escribir y lo que no, estaríamos ante el oficio más sencillo del mundo (…) Seríamos artistas sin siquiera haberlo intentado”, escribe el autor, para quien el río y el sombrero conviven dentro de una misma paradoja.
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Ambos son representaciones, el río de Mark Twain, con sus orillas llena de niños; el sombrero de Beckett, que pertenecía a su padre. Ambos objetos, tal y como los plantea remiten a una infancia, a una escala. Ambos se comprimen para estar donde están. Ambos, para Loriga, suponen una convención acordada según las necesidades de la narración.
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Y mientras transcurre el libro, sin aparente conflicto, al hablar del sombrero que flota en ese caudal, Loriga parece decirnos todo el tiempo, desde el comienzo, que la escritura siempre está por ocurrir. Que ésta, como quien la ejecuta, se encuentra en un constante proceso de escogencia, en un permanente acto de decisión.

lunes, 12 de julio de 2010

Cuando toca cierre, Iniesta entrega "A sangre fría"



Comienzo a pensar en él como el hombre de los pocos minutos. ¿Alguien recuerda su gol, en el minuto 93 de la semifinal contra el Chelsea en la Champion League de 2008-2009? Andrés Iniesta, el centrocampista que actúa como un periodista: cuando le toca cierre, el dorsal 6 de la selección entrega A sangre fría.

El partido de anoche fue deslucido, atolondrado, una colección de patadas y desbarajustes. La naranja destartalada -Cruyff, perdónalos porque no saben lo que hacen- no tenía ningún interés por jugar al fútbol, así que decidió impedírselo a España. O eso, o tuvieron una alucinación y decidieron ejecutar un resarcimiento impuntual a Francisco de Nasau por el affaire Breda-.

Las bandas parecían tapadas como las narices de un enfermo. Ramos sufrió espasmos de energía-física seguidos de sus apagones neuronales. En un mismo juego, el defensa participó en dos de tres ocasiones de gol, y a la vez cometió errores como catedrales. La actuación de Navas fue bastante mejor que los abucheos que produjo el cambio por Pedrito. Iker, siempre presto a la canonización; Villa, Ulises rematador en su propia y desértica Ítaca.

Todo gesto era decisivo, a nuestro parecer de vociferantes hordas que gritan a una tele sus despechos técnicos. Como todo lo que se hace desde, y con las tripas, el juego nos consumió en un agotador delirio de heroicos despropósitos.

¿Qué hizo el hombre de los pocos minutos, ante un partido lleno de borrones? ¿Qué hizo? El pálido niño de Albacete relució como una moneda de oro. Faltando cuatro minutos para finalizar la prórroga –que ya apestaba a penales-, el azulgrana dio puntada final a una prolongación que hizo Cesc de un centro colocado por el niño Torres, quien aún faltando poco tiempo para finalizar el partido -y después de haber sustituido a Villa- parecía incapaz de volver del quirófano.

Y mientras afuera, en la calle, se incendiaba un contenedor y los bomberos intentaban apagar un desastre de llamas y humo, dentro, en el bar, el dorsal 6 de la selección, el centrocampista que actúa a veces como periodista, hizo lo que sabe como ningún otro: escribir a Sangre fría con 3 sujetos a punto de derribarte y sin una sola coma fuera de su sitio.

"Cuando Dios te da un don -escribía el excéntrico Capote en el prólogo de Música para Camaleones- también te da un látigo...". Creo que por eso, faltando minutos para el final del juego, después de que el pequeñísimo y veloz camaleón de Albacete sentenciara, quien fuera el Dios esperado -el niño Torres, el que nunca aterrizó en Sudáfrica-, cayó al césped como Zeus ortopédico.

El gol que fue suyo en la Eurocopa y se supone volvería a serlo para saldar cuentas con la historia, estaba ahí, ausente, lacerándole la rodilla, azotándole el talento, tendido sobre el césped. "Cuando Dios te da un don, también te da un látigo"

sábado, 10 de julio de 2010

Una gargantilla de clavos de olor


Sabíamos cuándo quemaban las hojas secas por el olor caliente de campo y sol ahumado. Todas las tardes, a la hora de la plaga y las culebras, el fuego asomaba su cresta amarilla. A veces cerca del portón, a un lado de la siembra de caña y los columpios.

La quema ocurría, puntual, para amodorrar el tedio de las chicharras, los jejenes y los perros, que a esa hora ladraban, aburridos, a las vacas y las bicicletas.

Santa Cruz (Estado Aragua) era todavía un pueblo, una pausa para los sábados, los domingos y los dulces de leche con clavos de aroma. Santa Cruz, un lugar entre mi lengua y esta tarde; un pueblo entre Cagua y Palo Negro donde el tiempo resistía ésas y otras ceremonias.

Recuerdo la gruesa montaña de ramas secas elevándose como harina cernida. Era toda una provocación, saltar sobre aquel remolino de hojas, las del árbol de guanábana, las palmas de Los Chaguaramos, las ramas caídas de los naranjos, las necias nervaduras del mango, las cáscaras de tamarindo maduro. Quedar mugriento y exhausto, hacer rápido la chapuza de remodelar la pirámide, desaparecer y esperar hasta que alguien viniese a encenderla. Entonces surgía aquel olor a humo y tamarindo que se quedaba en la ropa después de asomarse a espiar al fuego crecer.

A veces, en lugar de quemar las hojas en el patio lateral de la casa, donde guindábamos el chinchorro, lo hacían cerca del canal, en la orilla cercana a las matas de guayaba y martinica, un cítrico muy fuerte – hay gente que insiste en llamarla toronja- . Sus aromas, juntos, daban la impresión de una lucha -¿o una entrega?- de azúcares y amargos.

No sé aún si el calor de la quema aflojaba la piel de las frutas, o si el agua de la quebrada amplificaba el aroma, pero un denso olor convertía en confitura a la tarde y sus zancudos. Entonces todo era dulce e infantil delirio, de esos que uno cree normales, de esos que van a durar para siempre.

Hoy la tarde es calurosa y aunque el olor a césped es casi verde, no conoce los matices del fuego. Me da por pensar en el árbol de ciruelas de huesito. Y me doy risa. Intento leer, pero prefiero concentrarme en el césped. El Palacio de Cristal del Retiro está, como siempre, lleno. Fumo, pensando en los clavos de olor. En las hojas caídas, en el fuego de las seis, los zancudos de las siete.

Vuelvo al libro, pensando en las quemas. La nota preliminar de esta edición de Siruela no se publicó firmada hasta que el propio Italo Calvino lo autorizó. Desde entonces, Los amores difíciles han editado acompañados por las precisiones biográficas de un hombre quien vio pasar los primeros 20 años de su vida en San Remo, donde su padre, que era agrónomo, cultivaba el grape-fruit y el aguacate. ¿Olerían, acaso como las martinicas, bajo el sol?

Calvino creció, también, envuelto en aromas tibios, entre humores cítricos. Nunca dulces, como la guayaba, quizás por eso sufre tanto la Sra. Isotta, castigada por su propio cuerpo en el mar. Intento oler mi vestido, rastreo el olor del tamarindo quemado. Pero no consigo nada. El vapor de guayaba y martinica se escabulle en la edad de los errores. Y si vuelve, lo hace de otra forma ¿Hace cuánto que las tardes no huelen a hoja verde quemándose en silencio? ¿Hace cuánto no regresa la hora de la plaga y las culebras? ¿Cuándo fue la última vez que espantamos a las hormigas con clavos de olor?

Sabíamos cuándo quemaban las hojas, por el olor caliente del campo. Pero ahora, ahora que todo es ceniza, abro el libro, vuelvo a leer y veo arder. Veo arder en mi collar de clavos de olor.

lunes, 5 de julio de 2010

Echar a correr


Quedaban dos cáscaras de limón y tres dedos de tinto de verano cuando sentí el impulso de echar a correr. La parada del autobús marcaba treinta y dos grados. El paisaje hirviente de un cruce de peatones se trepaba en mi estado de ánimo como una silla de doma en el lomo de un caballo salvaje. Miré las cáscaras en el fondo de la copa. Mordí mis uñas. Apreté los dientes.

Encendí un cigarrillo, buscando una calada que me ahogara el corazón. Y aunque chupé con fuerza y desesperación, nada dentro de mí se hizo añicos, excepto lo que ya era una ruina. Miré mis pies vestidos con unas manoletinas rojas. Quise volver a correr. Entre la gente, contra la gente, a través de la gente. Correr.

Correr y reventar vitrinas. Correr y escuchar vidrios quebrarse. Correr y derribar para derribarse. Correr como una entrega. Correr y echarse a llorar. Correr y arrancar crines. Correr para no darse la vuelta. Correr para levantar aceras como quien revuelve nubes de polvo y rabia.

A las nueve y veinte minutos de la tarde, a unos metros del paso de peatones de la Calle Goya con Alcalá, sentí el impulso de echar a correr. Volví a casa, lentamente, con una calma que amplificaba cada coz, derribaba transeúntes y sellaba una tapa de cemento sobre mi pecho empedrado.

Crucé el portal como siempre desde hace cuatro meses, sin ganas. No tardé más de cinco minutos en anudar las zapatillas de correr que hace años no uso y coger Tu labio superior, de Christina Rosenvinge, lo único que llevo conmigo para escuchar -mi Ipod se dañó, y mis últimos seis o siete años de música desaparecieron-. Echo a andar sin ningún propósito excepto el propio desfallecimiento.

Algo sube de temperatura. Y no sé si son mis músculos por los que ahora circula demasiada sangre, si es la temperatura de una furia que entierra mis zapatos en el cemento o si es Christina Rosnevinge afinándome la ira con la calma envenenada de Chicago. “I made a lot of mistakes” “I made a lot of mistakes” “I made a lot of mistakes”, y cuanto más lo repite mi rubio gorrión, más acelero mi paso, como si la velocidad aclarase el color de la rabia en mi cabellera.

Cruzo Juan Bravo. Los semáforos me irritan. También los niños, y las camisetas, y los autobuses, y los cajeros automáticos, y los perros enanos, y las terrazas, y el atardecer, y las estilográficas, y mis piernas que no corren lo suficiente, que no pueden, que no saben demoler, que no entienden los mapas y no se dan prisa, que no derriban ni revientan ni tampoco me llevan al mar, donde quiera que esté.