domingo, 31 de octubre de 2010

El pimentero se ríe de mí


A la derecha, con bigote de autócrata civilizador, el salero. A su izquierda, con barba sin rasurar y ceja rota alzada, el pimentero. Tengo mucho más trato con el primero. De hecho, nos enfrascamos en serios tomas y daca. Ni él echa la sal suficiente ni yo tengo la paciencia necesaria como para sobrellevar su blanda sonrisa de “la culpa no es mía, es Lego, que me ha hecho así”. Mis tomates siempre quedan desabridos y él, como la ONU, se queda tan tranquilo, mirando mis urgencias con la promesa de una resolución.
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Pero con el pimentero todo cambia, absolutamente todo. Comenzando por el hecho de que rara vez uso la pimienta, y aún así, algo me atrae magnéticamente al recipiente. Los ojos… me le quedo mirando, largamente; la mano, cuando estoy apurada… lo cojo cual acto reflejo.
Algo… ¡algo siempre desemboca en ese pequeño pipote! Creo que es su proyecto de barba césped, o algo más. Ha de ser porque, a diferencia del neutral salero, el pimentero se trae algo entre manos.
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De pequeña podía caer en estas trampas, podía dedicarme, feliz como una rata de Skinner, a unir bloques de plástico con verdadera pasión de campo de concentración. Pero ahora, se supone, soy mayor y estoy capacitada para desmontar el paradigma “juega bien”, que mirándolo con cuidado no deja de tener un punto sospechosamente homogeneizador. Pero bueno, eso es otra cosa.
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Que los daneses la hayan pegado del techo con el “Leg godt” fue tan sólo una de nuestras batallas perdidas, lo admito. Y ahí están esos objetos, en la cocina, para recordármelo. Ese par de recipientes no salan bien, no condimentan bien. Sus agujeros se tapan fácilmente. Pero gustan. Son entrañables y opresores. Son artefactos infantiles devueltos al mundo adulto con el único propósito de decorarlo, aunque sean completamente inútiles.
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Por eso creo que el pimentero es el poli malo de todo este asunto. Mirándolo, he hecho un repaso por la brevísima educación sentimental de los niños de mi época y nuestros manuales de juego. Con sus variantes, a todos nos tocó pasar por Lego Duplo y el Lego Experto, que yo rápidamente sustituí por el Tente, una herencia de mis hermanos mayores a la que saqué, sin duda, el jugo y que curiosamente traté con un respeto religioso. No me tragué ninguna pieza y podría asegurar que esa colección sigue intacta, pieza por pieza, en una enorme caja, en un piso del litoral caraqueño.
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Jugar, entonces, no era tan grave. Después, claro, vino el Atari y entonces, ¡HALA!, el Nintendo o La Nintendo, el Super Mario Bros. ¡El uno! … Y Claro, ¡cómo no! El Super Mario 3. Pero volvamos al uno, el Primer Super Mario, del que este año se cumple su 25 aniversario.

¡Un cuarto de siglo! La aparición de la consola ocurrió un año después de la muerte de Foucault y apenas siete antes del apocalipsis Fukuyama. ¡Esto no fue una casualidad! Y si de algo estoy segura es que de ahí, justo de ahí, viene el cachondeo del pimentero y esta sensación de imbéciles quema caucho y de globalizados maduros a punto de caerse de la mata. Y si nos ponemos solemnes diré, para ustedes y los vecinos de mi patio interior: La diáspora es mi raza.
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Aprendimos a jugar bajo el principio de las instrucciones, no de las órdenes. Eso -se supone- nos daba ventaja frente a nuestros padres, los universitarios del modelo de la sustitución de la importaciones de una prometedora y democrática América Latina. Aprendimos a ser productivos. Niño… conecta bloques. Y los conectábamos encantados de la vida, invertíamos tiempo, pasta y materia gris en acumular estaciones de servicio, barcos, castillos, construidos en aquella visión Donald Judd del mundo.
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Cuando nos volvimos digitales nos convertimos en un profesional autónomo, no un superhéroe, ni un detective ni una heroína o un malvado, no, no, no, nos convertimos en un fontanero, un hombre de formación técnica, un macarroni que corre sin sentido (bueno sí, va a salvar a Peach, a la princesa) pero corre como un poseso, mata tortugas, supera mundos, pruebas y salta precipicios sin tener muy claro porqué… y con un agravante: ¡Mario nunca puede retroceder!
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Dotamos nuestra zona de ficción en el mundo de un fontanero que operaba, en verdad, en un mercado liberal puro y duro. ¡Si se equivocaba, moría! Nunca se nos estaba permitido retroceder. A diferencia de nuestros bloques, de nuestros pre-industriales divertimentos donde podíamos pasar horas dándole la vuelta a un objeto, en Super Mario el error no podía enmendarse. Hace unas semanas, los estudiantes franceses decían. "No queremos vivir peor que nuestros padres". Yo tampoco, pero...
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Hace un par de veranos, visité la tienda Nintendo, en el Rockefeller Center, en Nueva York. Cuando me asomé a uno de sus escaparates sentí esas cosas que sólo pueden pasarte en un país como ése. Estaba expuesto un Game Boy que usó uno de los soldados del ejército de los EEUU en el ataque a Irak, en 1992. El aparato estaba completamente quemado y deshecho, pero aún funcionaba.

Ahí, en una tienda de Manhattan, casi 20 años después me reencontré con el tetris, aquel juego de encajar piezas en la diminuta pantalla de aquel souvenir estropeado. Y pensar que yo pasé mis horas de aburrimiento durante los toque de queda de los dos intentos de golpe de Estado de 1992 jugando eso. ¿A qué demonios jugábamos?
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Pienso estas cosas después de estar todo el día escribiendo unos mustios folios que en nada me complacen. Pienso todo esto congelándome y fumando un cigarrillo con la ventana de la cocina abierta. Miro el pimentero mientras la greca hace su pitido antipático de café descafeinado listo para beber.
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Crecimos aprendiendo a jugar cosas en los que las piezas tenían que encajar por que sí; juegos en los que teníamos que correr sin saber exactamente porqué y en los que la opción de darse la vuelta nunca estuvo permitida. Miro al pimentero. ¿Estuvimos aprendiendo a perder todos estos años?
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Ya no me queda duda. El pimentero se ríe, extranjero, falso objeto infantil en mi selva adulta de ollas y facturas. Él sabe que aún tengo bloques por encajar, que hay instrucciones y nubecitas llenas de monedas que debo reventar de un salto. El punto es que yo, como el fontanero, tampoco puedo retorceder.

jueves, 28 de octubre de 2010

Cursum perficio... o el vientre caliente de una tostadora


Foto. EPS
Ay maldita sea me gustaría estar muerta
absolutamente no existente
ausente de aquí
de todas partes pero cómo lo haría
Siempre hay puentes
-el puente de Brooklyn-
Pero me encanta ese puente (todo se ve hermoso desde su altura
y el aire es tan limpio) al caminar parece
tranquilo a pesar de tantísimos
coches que van como locos por la parte de abajo. Así que
tendrá que ser algún otro puente
uno feo y sin vistas
salvo que
me gustan en especial todos los puentes
tienen
algo y además
nunca he visto un puente feo
Marilyn Monroe

Era domingo, yo tenía los pies llenos de arena y la plena certeza de que estas líneas le parecían frívolas a quien acababa de leérselas en voz alta. Miré la mesa. Las cañas estaban a medio beber. Sacudí el ejemplar de El País Semanal para mirar más de cerca el retrato que le hizo Bettman a la rubia mientras ésta fumaba, casi con la mitad del torso asomado al precipicio, en la Terraza del Hotel Ambassador, en Nueva York. Y entonces levanté la vista,otra vez.
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Si para Marilyn Monroe ningún puente era feo sería porque todos le parecían un hermoso lugar desde donde tirarse, pienso para mis adentros, en voz muy alta, casi a gritos, mientras repaso, en silencio, el perfil de Monroe asomándose al vacío. Esa mañana no pude arrancar las páginas del reportaje firmado por Elsa Fernández- Santos para llevármelo, doblado, entre mis cosas.
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El texto, publicado en blanco y negro sobre papel satinado del suplemento dominical, hablaba sobre Fragmentos, el libro editado por Seix Barral que recoge los poemas inéditos de Marilyn Monroe. Leí el reportaje varias veces esa mañana. Hacía un día hermoso, ideal para la rabia y el humor revuelto de los puertos.
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Fui por Fragmentos días más tarde. Entré a La Casa del Libro de Gran Vía. Cogí el ejemplar aún con la frase del puente entre los dientes. Me zampé la primera página como si de una gragea se tratara. “Si las personas escasamente sensibles e inteligentes tienden a hacer daño a los demás, las personas demasiado sensibles y demasiado inteligentes tienden a hacerse daño a sí mismas”. Leí aquella frase de Antonio Tabucchi en el prólogo y sentí un fogonazo rubio de raíces oscuras. Desde el inicio, me pareció un libro excesivo.
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En él leo a la mujer que no resucita en Agosto, aunque Guillermo Cabrera Infante diga lo contrario. Leo las piernas más tristes que cualquier rejilla haya soplado jamás. Leo tropezándome, con ansiedad. Leo a mordiscos, como si llevara años sin leer nada en este mundo. Leo como aquel domingo en la mañana.
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Una vida exagerada, apretada en versos tan urgentes como los golpes ahogados que da un asmático a su inhalador ; una vida transcrita en hojas membretadas del Waldorf -Astoria. Una vida, ésa vida, que hasta ahora reconozco haber recibido en modo wikipedia, como se recibe todo cuando es un tropiezo. Ella había sido una consecuencia de mis lecturas de Arthur Miller, un souvenir para referirme alguna vez a Kennedy, una excusa para escribir un pésimo cuento sobre una tostadora.

Del precipitado matrimonio, a sus 16, con un obrero al amor por un pelotero como Joe Di Maggio o un dramaturgo como Arthur Miller hasta las caídas de altares tan altos como el cuello de un Martini.
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Su letra aniñada y mañosa, histérica y urgente, me dice cosas familiares. Y me gusta la furia de Marilyn tanto como la de un anestésico o un problema sin solución. Algo en ella es, a la vez, derecha e izquierda. Algo en ella es justamente la negación de la propia posibilidad.
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Una criatura hermosa empeñada en maltratarse detrás de la nariz supuestamente demasiado grande, o unos ojos muy separados. Una lectora de Joyce y Whitman disfrazada de tonta a quien los caballeros preferían rubia. Una potente Diosa de aflautada voz y sugerente canalillo . Alguien que quiere estar viva y muerta. Todo a la vez... and beyond.
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La ambivalencia es su poética y su trastorno. La fuente misma de su belleza. La que escribe y la que padece. “Vida/ Soy de tus dos direcciones/ De algún modo permaneciendo colgada hacia abajo/ casi siempre/ pero fuerte como una telaraña/ al viento- existo más con la escarcha fría resplandeciente/ Pero mis rayos con abalorios son del color que he visto en un cuadro -ah vida te han engañado”. ¿Para eso quería el puente? ¿Para cruzar las dos orillas o para arrojarse en el camino?
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Cita Elsa Fernández a Norman Mailer, quien explicó que para sobrevivir, Monroe habría tenido que ser “más cínica o por lo menos estar más cerca de la realidad”. Pero que, en lugar de eso, era “una poeta callejera intentando recitar sus versos a una multitud que le hacía jirones en la ropa”. Me pregunto cuántas veces le habrán arrancado algo más que el vestido.
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En su casa de Bretonwood, en Los Ángeles, donde pasó los últimos seis meses de su vida y de donde salió muerta el 5 de agosto de 1962, una puerta de madera conservaba, en aquel entonces, una inscripción en latín. Cursum perficio. Fin del camino. Fin de un viaje a propulsión, por decisión propia, con la mano de una hermosa suicida.

"Le bonheur..., le bonheur (…) Qué bendición disfrutar de un momento de felicidad! ¡Y qué agradable no tener que luchar demasiado para conseguir la paz interior! Sé que voy a conocer momentos de alegría, así, por las buenas. Ninguno de mis amigos habla ya de carácter … Y sin embargo no hay duda de que lo que más nos interesa es averiguar cómo somos”, escribe Jane Bowles en Dos damas muy serias, la novela que narra la historia de una solterona mística y una aristocrática dama que decide abandonarlo todo e irse a vivir con una prostituta. Ambas luchan por conseguir su independencia aunque ello implique la propia autodestrucción.
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Miro la foto de Marilyn, releo sus poemas, pienso en sus bellos y fieles puentes y me pregunto si acaso para conocerse a sí mismo hay siempre que llegar al fin del camino o hacer sangre mientras se recorre. Cursum perficio... o el vientre caliente de una tostadora. No lo sé. Y prefiero no averiguarlo.

domingo, 17 de octubre de 2010

Antología personal del paquidermo


"Viene desde el fondo de las edades y es el último modelo terrestre de maquinaria pesada,
envuelto en su funda de lona".
Juan José Arreola. El elefante

"Y un buen día pasé ante Establecimientos Millet, en donde rezaba la leyenda: Desde un alfiler a un elefante. En el escaparate, un precioso surtido de máquinas de afeitar. Vacilé, porque siempre vacilo. "
Manuel Vázquez Montalbán. Desde un alfiler a un elefante


A Chase, autora del violín-elefante, la ilustración que le dio sentido, y fecha, a esta crónica.


Los elefantes son contagiosos, escribió Paul Éluard en un cadáver exquisito. Y si algo sorprende, no es la chapuza surrealista, sino la casualidad, mejor dicho, la poética del accidente. Cuando algo extraordinario sucede, suele desbordar lo que le rodea. El síndrome del paquidermo en la cristalería. Dícese de aquello que ocurre a quienes, inocentes de su propia y sincera naturaleza, avanzan en modo demolición y convierten cualquier caricia en acto depredador.
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Hace unos 10.000 años, el elefante asiático habitaba desde el Medio Oriente hasta el sur de China, Indochina y algunas de las islas de Indonesia. La fantasía asiática llenó de brocados los sueños paquidermos, y los nuestros. Convirtió la acumulación de sus cuerpos grises en estampas imposibles, casi coreográficas. El lugar que pasaron a ocupar los elefantes en el mundo tenía el mismo tamaño que adquiría la tierra en la mente de quienes los soñaban.
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Escribe Borges en El libro de los seres imaginarios, que “la reina Maya, en el Nepal, soñó que un elefante blanco, que procedía de la Montaña de Oro, entraba en su cuerpo”. Aquel “animal onírico”, dice Borges, tenía seis colmillos, “que corresponden a las seis dimensiones del espacio indostánico: arriba, abajo, atrás, adelante, izquierda y derecha”. Por lo que los astrólogos del rey predijeron que Maya “daría a luz un niño, que sería emperador de la Tierra o redentor del género humano”. Ocurrió, según cuenta la leyenda, el nacimiento de Buddha. Y todo a raíz de la visita nocturna de un elefante blanco en medio de la noche.
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En una visión occidental, bien apretada por el cinto cristiano –lamentación de por medio-, Fray Luis de León, en su exposición de El libro de Job, se compadeció del paquidermo por su “desaforada grandeza, que siendo un animal vale por muchos”. Y probablemente ése sea un primer, o al menos bastante temprano documento, de la vejez heredada con que miramos a estos animales calvos y contagiosos.
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El elefante es, por qué no, el animal que se mueve en el territorio de la exageración, la vastedad, la ensoñación y sobre ellos se ha llegado a edificar, literalmente, un discurso de la fantasía. A finales del siglo XIX, en Coney Island, al Sur de Brooklyn, se creó una pequeña ciudad maravilla. Surgieron hipódromos, salas de juego, parques de entretenimiento como lo que sería el Tivoli, Luna Park o el Sea View. Ensoñación. Juego.

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De entre aquellos estrambóticos proyectos surgió el Hotel Elefante, una construcción de James V. Lafferty. Proyectada y levantada completamente con forma de paquidermo, el edificio -por llamarle de alguna manera- estaba hecho de madera y tenía 22 metros de altura. La cabeza del animal, que concentraba las mejores habitaciones, miraba hacia el océano. Con la decadencia de Coney Island tras la Segunda Guerra mundial, la zona perdió interés. El Hotel Elefante desapareció en un incendio. La imagen debió ser maravillosa. Sin embargo, otras versiones hablan de otro Hotel Elefante, también de Lafferty, construido en 1882 pero en New Jersey. Lo más probable es que haya hecho varios más, pues era suya la patente para poder construir edificios con perfiles de animales en Estados Unidos. Lucy, la elefante, debió ser uno de ellos.

Si fuera posible hacer una antología sentimental del paquidermo, habría que redactar un apartado para la injusticia occidental que hemos cometido con ellos. Los hicimos subir a un arca imposible. Aprendimos a verlos como una exagerada criatura, como si el exceso –por muy inocente que parezca en el balancín de su trompa- viniera contra nosotros en una loca carrerilla salvaje extinta, durante años, en zoológicos y circos, rodeados de domadores, borlas, plumas y música de pianola.

Animales melancólicos. Enormes estatuas que envejecen mientras se echan tierra seca en la cabeza con su trompa demorada. Elefantes. Asándose de aburrimiento en los calurosos patios de los zoológicos en las tardes de verano. No son los blancos mensajeros en los sueños de los hombres. Ni siquiera El hijo del elefante del que habló Kipling, que atravesó el bosque de la fiebre hasta llegar al río para descubrir qué cenaba el cocodrilo, ha logrado reparar la melancólica herida natural de estos seres. Siendo la soledad su mejor linterna, no podemos entender ni la suya ni la nuestra.
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Disney World se apropió de algunas imágenes suyas. Y nos las creímos de por vida. La rosa pandilla de fantasmagóricos y ebrios paquidermos; la enfurecida madre de Dumbo, encadenada y tras las rejas, amargándonos hasta atragantarnos la merienda en una culpa que –al menos a mí- solía durarme hasta la cena. Pero ésa es otra historia, la de galleta amarga y la de querer aprender a volar trabajando para Walt Disney, quiero decir.


Cuando uno se siente paquiderno, hay lugares mínimos, pasillos estrechos, personas de cristal, familias de cristal, casas de cristal, oficinas de cristal, ciudades de cristal, países de cristal. Y lo mejor sería no moverse. No poner en marcha los músculos, apenas el corazón, que ya bastante sacude la calma del vidrio con su peso de piedra. La carrerilla salvaje podría ser, cerca de estos seres, devastadora. Tal y como si un edificio decidiera salir a caminar cogido de la mano de un puente; muy pocos transeúntes sobrevivirían a ese hermoso –y casi lisérgico- paseo. Ninguna cristalería sobreviviría a los afectos paquidermos.

En El hombre elefante (1980), una fantástica película de David Lynch rodada en blanco y negro cuando yo aún ni siquiera había nacido, el contagio del paquidermo es tan cierto como terrible. Basada en una historia real de la Inglaterra del siglo XIX, la película narra la vida de Joseph Merrick, personaje que se hizo célebre en su época por las terribles deformidades que padecía.
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Los rasgos de Merrick eran los de un elefante. Vivía de ser la atracción de un espectáculo ambulante de criaturas deformes. Hasta que un día, un joven cirujano, el doctor Frederick Treves decide sacarle de ese circo para operarle. Ocurre, por supuesto, el clásico relato de la máscara detrás de la cual se esconde el hombre apacible, apartado y castigado por su aspecto.
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No hace falta pesar 7.500 kilos ni ser como Merrick para padecer el síndrome del paquidermo. Se puede ser un hombre cualquiera que pasa frente a un Bazar pensando en comprar una maquinilla de afeitar. Se puede ser el autor del personaje que compra esa maquinilla de afeitar en el Bazar Desde un alfiler hasta un elefante.
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Se puede ser alguien rodeado de cristales, alguien que jamás será consciente del volumen que ocupan sus palabras en el espacio, alguien que se la pasa destrozando vajillas con exagerado tamaño de sus sentimientos y que se retira, como los elefantes viejos , buscando el agua para morir, o mirar cómo planean Los pájaros de Bangkok.

lunes, 11 de octubre de 2010

México Ilustrado: Receta feroz y superpoemario bolchevique Nº 5

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"(...) Nos internamos en el parque y nos sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo de un árbol grande y frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos los árboles del DF".
Roberto Bolaño. Los detectives salvajes.

Treinta años y más de 400 ilustraciones para contarlos. La exhibición México ilustrado, en la sede del Instituto Cervantes de Alcalá 49, en Madrid, es uno de los pocos ejercicios donde el objeto expuesto logra, al fin, hacerse entender.
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Aún con el bochorno a cuestas de ser una trasplantadora de parques -justo en esos días me enteré de que el Parque Hundido no está en Coyoacán, a diferencia de lo que yo daba por hecho- y sintiéndome una especie de antisistema de la transparencia, los mapas y el Google Earth, fui a ver la muestra. Entré buscando exactamente lo que encontré... más razones para una genealogía del Trópico. Algo así como el método Aires de familia de Monsiváis, pero en versión naive (en lo que a mí respecta).

Cuando se viene de lugares donde todo desaparece o es devorado (por el calor, las moscas, los gobernantes, las montañas) detenerse ante otra experiencia similar -aunque parezca un bucle en el tiempo, por ejemplo, 100 años-, el episodio puede ser tan catártico como paralizante. Y la mezcla de ambas reacciones en un día de lluvia puede llegar a ser tan interesante como inflamable. Lo que trato de decir es lo que siempre digo, sólo que esta vez lo suelto antes y no al final, en modo pedrada.


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Concreta, concisa, pero muy bien atada, la exposición México Ilustrado podría verse una y otra vez, porque está diseñada en función de la línea histórica que surge con la Revolución Mexicana, en 1910; a partir de allí, narra los acontecimientos que definen a México desde 1920 hasta 1950, y el juego de efectos que tienen las artes gráficas sobre la política y las formas de vida, a veces como lugar de reflejo, en otras como instrumento de cambio que afecta el curso de esas costumbres e intercambios ciudadanos.

El texto de sala habla de los “dibujos, carteles y revistas como nuevas formas de expresión artísticas”. ¡Pero es que lo nuevo no eran los carteles, sino el país donde esos carteles ocurrían! Muchos artistas volvían de Europa y parecía que lo que los constructivistas rusos hacían al otro lado del mundo, los mexicanos lo reproducían, pero con una fuerza más genuina.
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Una parte del México que surgió de las reformas de la Revolución adquirió una capacidad distinta para pensarse y representarse. Y en ese aspecto la muestra es honesta, porque huye del atajo del color, la botana y la catrina, y se instala en una estética sobria que hace énfasis en la tipografía, el trazo, la forma, el conjunto, los elementos del diseño por encima de lo pintoresco.
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El Estridentismo mexicano se apropia de lo tipográfico para generar un vocabulario plástico propio. Independientemente de la influencia que el futurismo y el ultraísmo hayan podido ejercer, la consistencia de lo que Manuel Maples Arce se proponía con Actual Nº 1 –el manifiesto del grupo, que puede verse en sala- fue lo que ni Tristan Tzara ni Marinetti pudieron hacer: incorporar lo popular sin que pareciera una impostada y aburguesada mueca de salón, incluso aunque pudiese llegar a serlo. No hay por qué poner las manos en el fuego por nadie. Lo de Superpoema bolchevique en cinco cantos tiene tanta fragancia de adulación como de cachondeo, y considerando que proviene de una vanguardia nacida bajo las faldas de un Gobierno, todo cuanto hayan hecho conservará, siempre, un sospechoso tufillo oficial que desacredita o al menos ensombrece la frescura de sus acciones. Ya lo decía Octavio Paz en Los hijos del Limo-y aquí no me resisto a pensar en los árboles enfermos de Bolaño-: la tradición de la ruptura. Lo que sí es cierto es que, independientemente de una puesta en escena -tan típica de la modernidad- parecen más eficaces los mecanismos Estridentistas que los de los propios Dadaístas.
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Burgueses o no, Superbolcheviques o no, lo que sí hicieron los Estridentistas fue poner en marcha un mecanismo que ninguna vanguardia europea jamás pudo activar. Para los mexicanos, la gráfica se volvió un mecanismo inclusivo, una especie de herramienta agitadora. La verdadera idea de lo mecánico como obra de arte. Qué coche de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia ni qué bicho muerto . Aquí las máquinas sí iban en serio. La prensa impresora abriéndose paso por encima de la retórica.

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Al mirar con atención esta exposición e intentar dar un vistazo de conjunto a la producción artística mexicana durante el porfirismo, es posible constatar la poca presencia del grabado en México antes de 1920. La llegada de la Revolución Mexicana y su violenta irrupción logra, primero, hacer visible una serie de reclamos sociales y raciales y pone de por medio una épica que la propia revolución debía alimentar.
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Si a eso se suma que en ese momento volvían artistas de Europa, mientras otros llegaban a México en calidad de exilados, muchas circunstancias favorables comenzaban a coincidir para dar como resultado una receta feroz. Ideología más necesidad de divulgarla; del otro lado, la multitud como diana política. El grabado era el método más útil para unir ambos extremos.
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A lo largo de la muestra es posible ver muchas de las piezas que produjeron pintores y grabadistas como Carlos Mérida y jóvenes como Gabriel Fernández Ledesma, Fernando Leal, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas y Emilio Amero en los talleres de la Escuela de Pintura al Aire Libre, dirigida por Alfredo Ramos Martínez.
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Muchos de estos mismos personajes, junto con Diego Rivera y Siqueiros, que también formaron parte del Estridentismo y del Grupo ¡30-30!, se sumarían poco tiempo después a la realización de cada vez más publicaciones, entre ellas El Machete, órgano del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores. En su libro Las artes populares en México (1921), Dr. Atl (Gerardo Murillo) sugiere cómo el grabado en madera se presta mucho mejor que cualquier otro formato para la tarea inmediata, rápida, para el comentario tipo viñeta, el ataque, el elogio, la crítica, la burla e incluso la tarea pedagógica. La lógica de la reproducción, de la política como multitud era tan épica como efectiva; tan panfletaria como plástica. De ahí justamente su fuerza y la limpieza estética que la caracteriza.

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Mirarse al espejo, ¿o blandirlo?
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En esa línea de crear identidad –qué somos, quiénes hemos sido, quién nos amenaza-, la prensa y las revistas culturales como eje de la Revolución Mexicana está nítidamente representada alrededor de José Vasconcelos.
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Su figura como rector de la Universidad Nacional y después como ministro de Educación cobra perspectiva por encima del hecho funcionarial y queda reivindicado en su papel como ideológico. Sobre él recae tarea de dar músculo intelectual a una Revolución que podía fácilmente quedarse en los huesos… o las carabinas.
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El debate de Vasconcelos –como el del Ariel de Rodó- gira alrededor de la necesidad de responderse la preguntas sobre una identidad mexicana y la respuesta que va a buscar, emprende la ruta del pasado prehispánico, de lo indígena -"por mi raza hablará el espíritu"-como lo verdaderamente genuino, hasta el punto de que llega a bautizar o crear una categoría cosmogónica alusiva a la raza cósmica.
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Esta discusión -que Vasconcelos plantea en todas las áreas- , se hace especialmente visible en la revista El Maestro, que comienza en 1924, durante el gobierno de Plutarco Calles -en plena guerra cristera-justamente como enlace entre un México que está metido en debates de opuestos: lo nacional versus lo universal; iglesia versus poderes políticos; la metrópolis versus el campo; lo propio versus lo impuesto. Para el año 1921, México DF tenía algo más de 600.000 habitantes. Veinte años después, en 1940, ya había llegado a 1.700.000. Ese país que crece en número, lo hace en el tipo y la riqueza de sus contrastes y contradicciones. En esos años llegan a coincidir en México figuras como Alfonso Reyes; el díscolo Trotsky; Hanes Meyer, el director de la Bauhaus, que permaneció allí hasta 1949 pero también André Breton, el mismísimo Papa Negro, que intentó hacerse con los afectos de Diego Rivera y Frida Kahlo tras su segunda discusión con los surrealistas. Sin contar con las figuras políticas de la República española, los exilados comunistas de toda América Latina que encontraron refugio allí –los hermanos Machado, ¡señores!; el gran Jesús Sanoja- e incluso personajes un tanto más pintorescos como la Tina Modotti o Helmut Newton.
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Cuando creo que ya puedo avanzar, me topo con la primera edición del Canto general de Pablo Neruda, impresa el 25 de marzo de 1950 por una comisión editora de seis personas e ilustraciones a cargo de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Como ése sólo hay 500 ejemplares. Y en este instante, entre el volumen y yo no hay más que una pesada y gruesa mesa de vidrio. Me gustaría abrirlo y buscar la Carta a Miguel Otero Silva que le escribe Pablo Neruda, en 1948, al escritor venezolano y director de El Nacional, periódico liberal que en aquel entonces tenía apenas 4 años de haber sido fundado. Me gustaría, sí, abrir el libro; pero me toca entenderme con el cristal. Ahora que releo el poema que le escribió el chileno al autor de Casas muertas -lo leo en una edición bastante más plebeya-, sospecho que es así como deben sentirse los cretinos y los trasplantadores de parques, completamente abobados por el reflejo -y la dureza- en la superficie de sus propios afectos. "Y salgo de repente a la ventana. Es un cuadrado/ de transparencia".
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Salí de México ilustrado como quien promete dejar de alterar el orden de los parques según su estado de ánimo, aunque sea por un día. Salí como suelen hacerlo los cretinos reformados, con el firme propósito de creerme esta historia, por lo bien contada que está. En México ilustrado, quienes no saben, se llevan un una mirada digna, honesta, clara e inteligente. Sin chapuzas ni fuegos artificiales y con suficientes matices como para aceptar lo dicho como sensato. Los transparentes, los que dudan y trasplantan, precisan; y los que saben, pueden darse gusto de disfrutar de una cuidadosa y sobria selección de obra gráfica curada por Salvador Albiñana o lo que es mejor, pueden sentarse a mirar el recetario feroz del superpoemario bolchevique. Si el papel iba a morir, como todos aseguramos, ¿quiénes lo dejaron llegar tan lejos? Rabia, pulpa y tinta. Árboles enfermos, planchados en tiesas sábanas blancas. Preciosa combinación de cromos al sol.

viernes, 8 de octubre de 2010

Enajenarme no puedo

Llegué al anfiteatro Gabriela Mistral arrastrando una pesada bolsa negra llena de libros que no he devuelto a la biblioteca. Van a multarme, por primera vez en cuatro años que llevo aquí, van a multarme por no devolver a tiempo los libros que desde hace un mes llevo conmigo. Pero esa no es la historia de este post. Es una de las tantas que me persigue en estos días, pero no es ésa.

Iba a decir que llegué a la Casa de América buscando palabras amables, lúcidas; palabras para anotar en la pequeña Moleskine que habita ese bolso imposible, lleno de pesos olímpicos y domésticos, pesos que cansan la espalda. Pesos. Fui buscando palabras. Y las conseguí; a mi manera y a la suya, la de quien las pronunció, quiero decir.

Llevo cerca de cinco años sin escuchar de viva voz a Héctor Abad Faciolince, a mi juicio uno de los más lúcidos y menos pretenciosos escritores latinoamericanos. La oportunidad la pintaban calva, en su caso canosa, durante el Festival Vivamérica que organiza la Casa de América cada octubre desde hace tres otoños.

Después de 10 años sin pisar España, el colombiano volvió a poner sus zapatos en tierra ibérica, y lo hizo con su humor inteligente y sus frases cítricas de quien hace negocios para sobrevivir con la intemperie. El cuento, para ir centrándome, es que para salir al paso a una extraña convocatoria sobre Ficciones y fricciones -así se llamaba el ciclo de conferencias- Abad comenzó diciendo: para escribir un autor puede hacer dos cosas, ensimismarse o enajenarse.

Ensimismarse, pues hacerse sobre sí mismo y allí emprender el hecho literario, desde sus propias fronteras. Lo de enajenarse me pareció aún más complejo. Una verdadera guarandinga. Y fue cuando empecé a garabatear en la oscuridad de la sala sobre una página en blanco de mi confundida Moleskine. Enajenarse, según Abad, suponía meterse en la vida de los otros. “Hacer que vivan los que nunca vivieron y que resuciten los que vivieron”.

Habló el colombiano de Cervantes y de cómo, "para salir de la hazaña de su propia realidad", buscó al Quijote, un personaje que en verdad ya estaba dentro de sí, una especie de alucinación universal que todo hombre posee en su interior, alguien que podría pasar por externa nube pasajera cuando en verdad está hecho del material de quien lo crea. Enajenado en cambio, según Abad, el mismísimo Sancho Panza, alcaloide del campesino español del siglo XVI.

Explico ahora, como puedo, las palabras de Abad. Repaso mis desaliñadas notas, a veces claras y minúsculas, a veces compulsivas, letras pequeñas, y en otras una quebrada línea de palabras abrumadas. Y me asombra ver que la última oración, la que cierra con broche los 20 minutos de su intervención, está hecha del mismo material que hace tan pesado mi bolso negro lleno de dudas e irrevocables multas de libros que no deseo devolver.

“El abrumador deber de traducir el mundo en palabras”... ¿La sensación que describe Jorge Luis Borges al mirar a Lugones sentado en el tren que lo lleva al lugar donde habrá de suicidarse? ¿sólo eso? ¿O acaso el atragantado ir y venir de enajenados que visten un número de zapatos menor al mío? Ficciones, fricciones.

Esta pesada bolsa negra de libros y multas. Anoto en mi libreta cosas que no puedo hacer. Que no salen, no ocurren. Cosas que están lejos, incluso allí, revueltas en medio de cualquier cosa. Cosas que se disuelven y hacen papel mojado al contacto con mis ojos.

Acerca de Don Mario, el Nobel y los tirapiedras (que pudimos ser)


Vargas Llosa suele hablar mal de la inspiración. Y se le va la lengua al peruano sobre cómo y cuánto se documenta. Enumera sus métodos. Desprestigia los arrebatos. En aquella entrevista -la releo ahora, después de cuatro años-, el escritor lucía reposado. Ya no decía, como a sus veintitantos, que la literatura era fuego. Ya no hablaba de su brasa política.

En esa entrevista, como ahora, había olvidado a los escritores-presidentes.Estaba, como hoy, apoltronado en en sus canas, mirando, de lejos, con sus ojos viejos de papel de periódico. Ya no era el flacuchento autor de La Casa Verde que posaba al lado de un arruinado y calvo Rómulo Gallegos. Ya Doña Bárbara no le cuidaba las espaldas. En ese entonces, como ahora, un Premio Nobel no necesitaba ya de aquellas provincianas compañías.

Por alguna razón, en esa entrevista que ahora releo, a Vargas Llosa le daba por recordar el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo mencionaba, de pasada. Y algo, como hoy, se echaba a andar, algo retrocedía en mis ojos y los suyos.

Busco en Google una foto vieja. La encuentro. El maestro Gallegos, civilizador y decrépito, se retrata al lado del joven galardonado. La leyenda dice: “Foto del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. La Justa novelística dirimida por primera vez el 2 de agosto de 1967, fue creada en Venezuela el 1° de agosto de 1964 por decreto N° 83 del entonces Presidente de la República, Raúl Leoni, con la finalidad de perpetuar y honrar la obra del eminente novelista y estimular la actividad creadora de los escritores de habla castellana”. Vuelvo a la entrevista reencontrada de El País.

En ese entonces, el premio metálico del Rómulo Gallegos, además de medalla de oro y diploma, era de cien mil bolívares. (El bolívar existía a secas. No era fuerte ni bolivariano, ni revolucionario, ni patriota. Era Bolívar. Y ya). El país entero era un país a secas que se daba el privilegio de nadar en petróleo, no en sangre.

El jurado del Premio Rómulo Gallegos estaba formado por 13 integrantes, quienes remitían su veredicto a un jurado internacional constituido por Andrés Iduarte (México), Benjamín Carrión (Ecuador), Fermín Estrella Gutiérrez (Argentina), Juan Oropesa (Venezuela) y Arturo Torres Rioseco (Chile). En ese momento, el jurado nacional, en el cual figuraban Fernando Paz Castillo, Pbro. Pedro Pablo Barnola S.J. y Pedro Díaz Seijas, recomendó La Casa Verde del peruano Mario Vargas Llosa.

El socialdemócrata Raúl Leoni había hecho la primera entrega del Premio, en 1964. La próxima edición la presidiría el socialcristiano Rafael Caldera. La entrega del Premio la presidió ese año Simón Alberto Consalvi, en ese entonces responsable del Inciba. Lo cultural era una insignia, una prenda. Lo fue.

La ceremonia
fue realizada con la presencia del Maestro, de Don Rómulo Gallegos, quien posa, derrocado y moribundo, en las instantáneas de aquella noche. Luce menos civilizador y pedagogo que nunca. Nada de esto aparece en la entrevista que releo. La periodista no lo escribe, ignora esta parte de la historia que rodea al Vargas Llosa de La casa verde. Hoy, tanto ella como Don Mario ignoran mis recuerdos.

Al día siguiente de declararse a Don Mario ganador del Premio Nobel, releo silencios. El escritor prefiere hablar de otras cosas. Nada queda en sus palabras del novelista de antaño, de ese menesteroso tirapiedras. Porque todos en su década quisieron ser eso. Todos. Tirapiedras a lo Seix Barral. Boom, ¿verdad? Boom.

En su discurso, durante la entrega del Premio, en 1967, leyó el entonces joven peruano: “El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal”. Y él, sus palabras y su corbata se afirman en una foto deslucida.

El joven novelista insistió esa noche de 1967: “Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”. ¿Quién nos recordaría lo que nos esperaba? ¿Ellos?

Imagino a Gallegos escuchándole. Le imagino deletrear en su mente las palabras que lee el ganador. Insurrección, ese sustantivo entonces militar, debió sonarle agria a todos. Gallegos, el novelista derrocado en 1948 por una Junta Militar, debió babear de olvido escuchándole. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Lo ignora. Vargas Llosa también. Ignora incluso el parentesco que esa foto pudo tener: dos pedagogos, uno maltrecho y otro por malherir. No en vano Vargas Llosa se hizo español luego de asomar las narices a un 1990 electoral en el que Fujimori le asestó una derrota. La literatura es fuego, decía. Ya no lo dice. NO lo necesita. Ya nada de eso es necesario.

Y sus ojos de papel periódico me hieren. Leo y releo, pero por alguna razón, he dejado de comprender. Todo me suena hueco. Todo me lastima. Vargas Llosa dice que algo le obsesiona. Que le enloquece la palabra justa. Por eso reescribe y reescribe. Al menos eso dice. Y él, que decía ser un pasajero de lo permanente, dejó el mechero en casa. Ya no habla de fuego. La periodista de la entrevista que ahora releo intenta lucirse. Suelta su pregunta final: ¿Cuándo se acaba una historia? "Cuando llego a la convicción de que, si no termino la historia, ella acaba conmigo".

Si la historia acabara con él, sería otra Guerra del fin del mundo. ¿Capitulamos? Vuelvo a Gallegos. Pienso en el Nobel. Siento brisa, una especie de desagravio. Jurungo mi historia. No me gusta lo que consigo. Mi corazón se vuelve inflamable.Mis palabras arden.Decido quemar mi herencia. Trozo por trozo. En este brindis por Don Mario, me desharé de algunas cosas. Deletreo mi propio incendio. Recorro lo que puedo.Miro atrás. La casa verde se ha quemado. La historia también. Brindo por Don Mario, alzo mi copa llena de combustible. Brindo con alegrías de otros.