miércoles, 30 de marzo de 2011

La voz más rubia

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"Es hora de recapitular las hostias que me ha dado el mundo" Nacho Vegas. El hombre que casi conoció a Michi Panero


En el centro de un escenario oscuro, un hombre de traje negro brilla cuando el filo de su voz hace contacto con el aire, como lo haría una navaja cuando la luz se posa en su hoja. Viste, como los viajeros, una altura exagerada y un flequillo rubio que, desde hace años, le cubre los ojos. Es un extranjero, el habitante de una neblina permanente. Es el que sabe ver entre vapores lo que ninguno de nosotros, a corazón abierto, veríamos jamás. En el centro de un escenario oscuro, un hombre de traje negro canta, de pie, las canciones más tristes, las que otros hemos memorizado a fuerza de arrancarnos a jirones los recuerdos, y los veranos, y los inviernos, y los infiernos, y las cerezas, y los desastres, y los manifiestos, y los hombres que casi conocieron a Michi Panero. En el centro de un escenario oscuro, vestido de traje negro, Nacho Vegas canta el repertorio de su voz perfecta y su corazón exagerado.

Es frío, distante. Es, insisto, un forastero. Alguien que va de paso, sin maleta, en medio de una multitud de bebedores y farsantes. Silencioso, detrás de su cortina de rubio cabello, Nacho Vegas canta esta noche joyas de su nuevo disco, La Zona Sucia, un hermoso chiquero en el que pueden aparecer Cosas que no hay que contar: "Donde hay cenizas hubo un fuego/ y yo mataría por volver a arder/Hoy mi voz es un tartamudeo/que ni yo consigo entender". Y sentada en mi asiento, me pregunto, si estos charcos –pozos indecorosos- habitan una zona sucia , se supone, deberían estar llenos de lodo y mierda, ¿por qué son tan claros entonces? ¿Por qué brillan tanto como para reflejarme en ellos? Tengo ventanas con vistas a mi propio basurero. Y es cuando más me apetece bailar como los tontos o beber como los cobardes.

En su concierto, Nacho Vegas deja en el camino migas para los pájaros que nos perdimos tarareando sus clásicos. Me dices: ahora ya estás advertido,/no te fíes de un animal herido/¿Y qué te iba diciendo yo?/Me he perdido. Mis ojos le escuchan, extraen del oscuro escenario la silueta de su voz. Hago fotos, tontas fotos, como si las instantáneas sirvieran para apretar esta noche en algún sitio. En alguna tela tendida en mi mente se reflejan los momentos en los que me apropié de sus canciones, por eso los sentidos no me bastan para atajar lo que presencio, porque ese hombre de traje oscuro está cantando partes de mi vida, mi blandengue y breve vida, prestada a los sentimientos, insisto, gracias a sus palabras.

No lleva hoy el eterno cigarrillo entre los labios –la salud, la autoritaria salud anti tabáquica- y da cortos sorbos a lo que parece un cubata, que no un Martini, en vaso de tubo. Así pues, cuando no tengas nada que hacer, / Y yo pase por tu cabeza/Nadie podrá oírte/Así que piensa en mí/Como si me quisieras… Gritaría las expresiones de un gamberro. Diría al vacío de una sala repleta, sí, que ese hombre es grande –como en efecto hice- y aún así no me basta la cursi lealtad del fan para da por hecho que esta noche, ésta, he escuchado cantar, en el centro de un escenario oscuro, a la voz más rubia que un corazón exagerado haya tenido jamás.

sábado, 26 de marzo de 2011

Dos cajas azules

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Viernes, ocho de la tarde. Me desplomo sobre el sofá; bajo una manta roja. Sintonizo el canal 24h. Comienza a llover cuando me detengo en la historia de un hombre que espera su turno para incinerar a su mujer y su hija. En la ciudad de Higashimatsushima, en la prefectura de Miyagi, no hay combustible suficiente para quemar los cadáveres del terremoto. Tampoco lo hay en el resto de Japón.

El hombre sin nombre -la reportera es capaz de preguntar muchas cosas, pero no su nombre- ha esperado cinco horas en una larga fila de personas que, como él, cremarán a los suyos en cuanto sea posible (¿hoy? ¿mañana? ¿pasado?). En el corte siguiente, se le ve salir con dos cajas azules. El hombre ha podido, al fin, terminar su espera. Aunque empiece otra, ésa, justo esa, ha terminado. Una vida entera en dos cajas azules. Abatida en el sofá me descubro imaginando la vuelta a casa (¿tendrá una, todavía?) de alguien que quizás no vuelva a aparecer en esa pantalla. Alguien que existe en otra vida muy lejana de esta butaca.

Golpeo mi cigarrillo contra el paquete vacío para retirar la columna de ceniza que crece, como un mal chiste. No he dejado de pensar en este hombre cuando la vida pasa a otra cosa. A la Unión Europea, la invasión libia y el campeonato de Fórmula Uno que debía de comenzar hoy. Y sin embargo, el hombre sin nombre está ahí, con las dos cajas azules en cuyo interior cada movimiento podría sacudir los restos de una hija y una esposa muertas.

Me siento ridícula. Me siento lejos. En un lugar y un tiempo doméstico, remoto, perdido. Lejos de ese hombre y sus fúnebres paquetes. Jamás llegaré a entender qué puede sentir alguien que sale de un horno crematorio tras hacer una larga fila que no le traerá alivio, tampoco consuelo. Mi repertorio sentimental es demasiado escaso para entender el color celeste de sus cajas. Soy un espectador. El público de una tragedia que duraría, a lo sumo, 40 segundos. ¿Quién me ha dado el derecho para entumecer a boca y taparme bajo la cómoda manta roja de mi cansancio? ¿Quién? Nadie. Y sin embargo, sigo pensando en dos cajas azules de un hombre que no tiene nombre. Afuera llueve. Tengo frío. Sigo lejos. Y sin embargo, pienso. Una y otra vez, pienso.

sábado, 12 de marzo de 2011

Heroínas, o estas ganas de llorar a palos

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Siempre madres, putas, ninfas o rehenes para comenzar una guerra. Muy pocas veces el arte Occidental se ha detenido a mirar a la mujer emancipada. Ha preferido explorar sólo esa parte del repertorio femenino. Las otras estampas, esas otras imágenes, han permanecido sepultadas bajo toneladas de un maquillaje cultural de colores planos, insuficientes…

Perfumería de la cultura de masas aparte, la exposición Heroínas, en el museo Thyssen- Bornemisza, se propone, esta vez contradiciendo su tufillo museo-mausoleo o museo como cajón de frivolidades (síndrome reciente de las exposiciones temporales del Thyssen, por cierto), aportar una lectura distinta al grueso libro de planas y estáticas visiones que sobre lo femenino hemos aportado, recibido, reciclado y reutilizado, al menos hasta finales del siglo XIX.

Quien espere de esta muestra una nueva entrega -nunca suficientemente irritante- del mundo femenino explicado a lo Cindy Sherman, puede devolverse o entrar tranquilo. La excesiva ferocidad de tampón higiénico (A. Noiva rules) –para los que no recuerden esa Bienal de Venecia, click aquí- de algunos feminismos derivados del conceptualismo de los años sesenta –Guerrilla Girl’s y compañía- han hecho tanto daño a la interpretación de la figura de la mujer como las visiones pintoresquistas a lo Frida Kahlo, e incluso el propio machismo, entendido en su concepción patriarcal.

En Heroínas, en cambio, el género es una anécdota. Algo más poderoso y potente está por delante. ¿Puede una mujer que pasea con su Mp3 a cuestas sentirse una Bacante? Sí. Eso y más… La soledad y sus nuevas versiones; la locura; la furia o la enajenación pero también las visiones propias reactualizadas en el presente… Todos estos temas son vistos a través de un prisma menos propenso al sectarismo y a la ya acostumbrada propuesta aquelarre a la que nos tienen condicionados algunas artistas militantes.

La primera sección de la muestra está dedicada a la soledad, una condición sine qua non que define a la heroína. Algunas la escogen, otras la padecen. Y en ese tránsito, podemos ver a una potente Penélope hecha por Émile Antoine Bourdelle. Enmarcada por el rótulo Solas a sus espaldas, la estatua de mujer de bronce y cuerpo macizo reivindica el espíritu original de la reina de Ítaca. Por antonomasia, o deformación literaria, Penélope encarna el modelo de la fidelidad, de esa mujer pasiva que espera al héroe ausente. Hasta el siglo XV solía representársele sentada, con la cabeza apoyada en una mano, cual desvalida y encadenada amante. Sin embargo, a la Penélope de Bourdelle nos la encontramos levantada, en señal de autonomía, de retadora prepotencia. La miro, la rodeo. La encuentro más parecida a la astuta mujer que a la pobrecita y expectante esposa. Esta Penélope desteje de noche la labor del día no para darle tiempo a Ulises de llegar, sino para evitar así el tener que casarse, otra vez.

Me gusta pensar en la Penélope de Bourdelle no como aquélla que protege el reinado de Ulises en el trono de Ítaca y en el rectángulo de su cama, sino como una mujer que engaña justamente para ser libre, para seguir siendo la tejedora de una soledad fructífera, sólo suya, que terminará por liberarla, o al menos, no le hará contraer nuevos yugos a los ya adquiridos.

En la misma sala se crean lecturas diagonales entre piezas. Tan solo hace falta darse la vuelta. Girar un poco desde la Penélope de Bourdelle para toparse de sopetón, con Habitación de hotel (1931) de Hopper. En el lienzo, una mujer joven lee los horarios de un tren sentada en la cama de la estrecha habitación de un albergue. La mujer se ha quitado la ropa. Ha dejado los zapatos en suelo y el sombrero en el pechero, en pleno gesto de llegada. No se tumba en la cama, tampoco deshace el equipaje ni cierra las cortinas. Permanece, cual reina de un no-lugar, porque es su soledad la única cosa que realmente inunda la habitación que da nombre a este lienzo.

En el texto del catálogo, el comisario de la muestra dice, en ocasión de esta rubia pasajera de hoteles y estaciones: “Las heroínas modernas de la soledad ya no se identifican con Penélope, sino con Ulises. No esperan al héroe ausente; se convierten en él”. Un peso de mudanzas e incendios a mis espaldas suscribe cada letra y cada sombra alrededor de esta imagen, tan poderosa como abrasiva.

La sección siguiente, dedicada a Las Cariátides, pasa de embelesarse on las pétreas diosas que sostienen con su cabeza los techos de los templos. No. Aquí aparecen mujeres fuertes, sí, tan duras como una piedra, que ya no con su silueta sino con su trabajo sostienen una arquitectura social y familiar: campesinas, trabajadoras, mujeres decimonónicas que distan poco de las que hoy pueblan los vagones de metro con ojos raros y hambrientos.

Brotan así estampas desconocidas, incluyendo el retrato La muchacha del palo rojo (1932), de Malévich, en donde el artista ruso retrata con formas simplificadas las siluetas remotas de las campesinas que vio en los campos de Ucrania, donde pasó parte de su juventud. Y uno avanza con esa sensación de estar, permanentemente, ante un probador: quitándonos y poniéndonos los trajes de otros tiempos que todavía rugen en el armario de nuestros días. Una imagen sobresale por encima de todas: Las Bacantes o Las Ménades, vistas entonces y ahora. Siempre aparcadas en el corredor del eros más incontrolado, tenemos por Bacantes a aquellas hermosas y bien alimentadas ninfas que enloquecían, a lo lejos, en sus salvajes trances de excitación. Las Bacantes: mujeres capaces de todo, con sus espigas coronadas por piñas, ese símbolo que está por encima de la naturaleza y su lógica y que imparte, brutal, la destrucción y su deseo más profundo.

Cortesanas de Dionisiso, a las Bacantes se les ve despedazar y engullir a Orfeo, pero también pasear por las calles de una ciudad europea cualquiera, vestidas con un vaporoso y melancólico vestido azul. Me refiero al personaje de una video-instalación de la artista suiza Pipilotti Rist (Elisabeth Charlotte Rist). Ever is over all (1997), muy similar a otras piezas suyas como I'm not the Girl Who Misses Much (1986), Rist nos coloca frente a una mujer hermosa, de cintura mínima y zapatos de charol rojo que avanza, risueña, con una larga vara. Parece una flor, aunque me da a mí por pensar que es una espiga, también coronada con una piña.



Usando este objeto como lanza, la delicada mujer revienta los vidrios de coches aparcados. Y cuando golpea, lo hace sonriente al compás de una música sublime, tensa como cuerda para ahorcar. A mitad de camino, una policía, también mujer le saluda sonriente, como incitándole a romper con más fuerza, con más saña. Ever is over all es una pieza cargada de poesía que llueve sobre los espectadores de un cuarto oscuro, que entran y salen, como si aquel concierto de rabia apenas fura capaz de tocar sus abrigos.

Me detengo, largamente, frente a esta imagen. Miro a los lados, me pregunto cuántas veces no habré querido hacer lo mismo sin gozar del valor o la locura suficiente. Repaso los modelos de zapatos de tacón bajo mi cama. Recoloco en mi memoria los rojos tacones de charol, el último regalo. Los zapatos que he malgastado tantas veces en una calzada repetida, predecible, civilizada. Pienso en mis tacones rojos de charol, listos para avanzar en modo demolición. Y en estas cuatro paredes me siento todo a la vez… feroz y extraviada transeúnte, silenciosa espectadora, deudora de algo que respira en estas formas que podrían ser objetos de arte de no ser lo que son… este probador lleno de bellas y mostrencas parientas.

Parientas… rabiosas parientas de ojos grandes y espigas coronadas por piñas. Furiosas parientas de sábado por la mañana. Desde entonces, algo en el aire me huele a vidrios rotos, un aroma dulce, como el de los panes dulces en el desierto de la infancia. Como no tengo hijos y soy mi propia criatura, no me queda más que esta rara herencia de cristales y várices; esta rara forma de llorar mirando hacia adelante. Yo, a diferencia de Marina Abramovic no tengo un padre muerto en los Balcanes, tampoco llevo una blanca bandera ni demoro mi silencio a campo traviesa. Y sin embargo miro a una línea imaginaria. Y sin embargo miro, con estas ganas de demoler sacudiéndose dentro de mi corazón.

jueves, 10 de marzo de 2011

La eterna siesta de pistolas y piedras


Hace poco menos de una semana, me enteré por un twitter de Leonardo Padrón -para más y peregrinas señas- de la noticia de la muerte de Lina Ron, una las mujeres más sintomáticas de la historia reciente venezolana. Agitadora para unos, líder social para otros; revolucionaria entregada o cabecilla astuta; ¿opresora o voz de los oprimidos? Todo el mundo tuvo -y tiene- algo qué decir sobre ella, algo qué sentir, más ahora que su muerte -como todas las del chavismo- pasa de boca en boca con ese run run de comidilla, una mueca estropeada de quien censura o reprocha la alegría y se extraña de su propia congoja ante lo que ocurre con la ventolera de la justicia divina. Toda muerte es ejemplarizante, pero la de Lina Ron lo parece mucho más.
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Sobre ella parecía no mandar nada ni nadie. En un momento en el que los mismísimos hermanos Machado debían de estar revolviéndose en su sepulturas después de que el Partido Comunista Venezolano -con su fracturado Movimiento al Socialismo, para rematar- aceptara entrar a formar parte, en bloque, de un Partido Socialista Único, Lina Ron creó su propia agrupación política, Unidad Popular Venezolana. Con esta especie de Junta de Defensa de los Derechos de Fernando VII, pero de Hugo Chávez, Lina Ron fue como candidata a las elecciones por la Alcaldía de Caracas. Desde ahí, la camarada señaló a revolucionarios y traidores.

Edecán de Hugo Chávez, esta mujer se convirtió en guardiana del sustrato popular del Comandante, lista para sacar a fariseos y contrarrevolucionarios del templo de Miraflores. La razón política de Lina Ron desbordaba cualquier límite que no fuese la circunferencia del cañón de su revólver: el que llevaba al cinto y el que tenía alrededor de sus dientes. Esa boca de carmín cremoso y barato, listo para la orden y el improperio. Lina Ron era, a su manera, una Pancho Villa rubia, rodeada de hombres armados, seguida por muchos, quién sabe si por miedo o sentido de la supervivencia. ¿Quién no la vio, acompañada de sus huestes, corretear y agredir periodistas, opositores, curas o simplemente a ciudadanos vestidos de traje por considerarles potenciales conspiradores? ¿Quién más mandaba en el Oeste de Caracas, sino la camarada? ¿Y qué es el Oeste en una ciudad donde el centro no está en el centro? ¿Acaso el todo?

Lina Ron decía ser, o era, la revolucionaria primigenia. Un estallido completo para las páginas de Del buen salvaje... a la buena revolucionaria, con el permiso de Carlos Rangel. Todo en ella parecía brutal, desencajado, exagerado, fuera de dosis... como las grageas que, asumimos, le causaron su rara muerte (aunque oficialmente, la autopsia determinó causas naturales). Y sin embargo algo desentona, algo se parte en pedazos al pensarlo. Los personajes como Lina Ron mueren en su ley. Mueren matando. No así.

Unos pocos días atrás, había hablado de ella con Juan José Olavarría,quien trabajó un perfil de la líder en el libro Lina ron habla (su verdadera historia). Y aunque ahora todo parezca premonitorio -manía de profecía autocumplida-, en ese momento pensé lo que ahora. Que toda violencia encierra una locura, una toxina que mata o libera. Pero el tiempo transcurre y parece que la muerte es el único producto imperfecto que podremos obtener de la tierra que pisamos. O Muertos. O libres... ¿de qué? Si para entonces la muerte nos habrá alcanzado, de nuevo.

Lina Ron. Con ese toque de aquelarre y madre fiera; ángel mediático despachando desde su trono delincuencial. Jinete en el apocalipsis de su motocicleta ¿Cómo entender a esta mujer de gorra calada, chaqueta militar y camisetas de algodón? Primer chicharrón en la paila nacional, Lina Ron fue la estampa bolivariana de aquel nuevo oprobio compensatoria que era hacerse visible por la vía de la precariedad y la violencia. ¿Qué significa, entonces, su muerte?

Decir ahora que Lina Ron era un dechado de heroicas maneras me parece una desfachatez, de la misma manera que me lo parecía cuando vivía. ¡A cuántos no se les iba la baba escribiendo sobre la Charlotte Corday de bastón y plomazo! Y sin embargo, aun muerta, siento que doy vueltas a su nombre como si mirara el cadáver de una leona dormida. No me atrevo a acercarme, no mucho, no demasiado. No vaya a ser que despierte de su eterna siesta de pistolas y piedras.

lunes, 7 de marzo de 2011

Las otras cañas de Samuel en La Latina

Son las once y media de la mañana de un domingo con sol en el barrio de La Latina. En el número 3 de La Plaza de la Cebada, una mujer de piel blanca y cabellera rubia peinada con rastas grita, a todo pulmón: “You have the face of a fucking nigger”. “You have the face of a mother fucking nigger”. Frente a ella, un hombre alto, de chaleco rojo y piel negra, casi azul, responde, tan ebrio como ella: “I was the doorman of the best after in Dakar”. Su inglés es defectuoso e instrumental. No es suyo, como tampoco lo son esos pantalones de operario o albañil que lleva puestos.

Veo la escena con unos pasos de ventaja. Aminoro la velocidad para entrar en el Lorena-Oss. La pareja sobresale de un grupo no muy numeroso que se dedica a lo que todos a esta hora: a continuar con litronas de cerveza la fiesta de anoche. Por eso, ni él ni ella parecen los verdaderos protagonistas de esta alharaca. El alcohol habla por ellos un idioma más simple y llano, que no sobrepasa dos idea básicas. Ella sigue pensando que él es un fucking nigger y él insiste en defender que todo momento pasado fue mejor, al menos en lo que a su status se refiere.

Llevo conmigo el grueso manuscrito de la novela de un amigo. Un fajo de cuartillas DINA4 que ahora me resulta una verdadera bendición. Me permite escuchar sin ser vista. A la discusión entre Samuel -así he escuchado que se llama este alto hombre oscuro- y la chica inglesa -es británica, estoy segura- se suma otro chico negro, que no para de hablar en francés, y dos españoles. El trío hala a Samuel por un brazo; Samuel no se deja coger y se embala contra la inglesa como un carnero. Vuelve a halar el trío el rojo chaleco de Samuel, como en una faena invertida que haga desistir al toro de perseguir el caporte. Y así, la cuadrilla tira del preto ejemplar unos 100 metros, hasta la esquina con la calle Humilladero. La inglesa se queda, sola, dando palmas y manotazos en el aire. Samuel y sus banderilleros se sientan en una mesa de la terraza de El Viajero. Yo también me siento, en la mesa de al lado.

“Oye, chocolatico, tronco, que te tienes que controlar... que después la gente dice que los negritos la liáis y, en el fondo, tienen razón. Tienes que tener más... más... más...”. El chico de los piercings y las argollas de buey en la nariz y las orejas duda, busca una palabra. Lo asiste el otro, el del acento catalán. “Protocolo, tío, protocolo”. “Eso, chocolatico, ¡protocolo!”. “¿Me vas a hablar a mí de protocolo tío, de protocolo?”- dice Samuel, incrédulo- “Si yo trabajo en este negocio tío, soy un profesional, un profesional”. “Ya, pero no se te nota, chocolatico”. “Yo era el portero jefe de la mejor discoteca de Dakar, y que te quede claro”,dice Samuel, como si dándole palabras a su vida anterior pudiera hacerla verosímil.

Entre su mesa y la mía, una pareja joven de novios franceses desayuna. No se ha dado la vuelta aún Samuel y sus amigos cuando Philippe -he escuchado su nombre después, su otro amigo senegalés- entabla conversación alegremente con la chica parisina, que ríe a mandíbula batiente mientras su novio dibuja garabatos, ofuscado, con una pluma fuente. Me río un poco para mis adentros, por los celos del parisino, que complica aún más su acento al hablarle, de cuando en cuando y casi por obligación, a Philippe. Me río porque uno de los personajes del manuscrito de mi amigo, un keniata, se llama Samuel. Y me río porque el Samuel que ahora me incumbe, a mis espaldas, responde a una absurda entrevista que le hacen sus amigos españoles, se nota que conocidos durante la madrugada o la noche de juerga que recién terminó.

“Tronco, que no me importa que no me pagues las cervezas,lo que quiero es que me cuentes … A mí me interesa la diversidad de culturas, ¿sabes? ¿Tu país está cerca de Grecia y eso? ”. Samuel está ebrio, aturdido. Casi de mal humor. Y mientras el caboverdiano le explica al ibérico que el mar Atlántico y el Mediterráneo no son lo mismo, al Catalán se le ocurre la idea de que no estaría mal enseñarle a Samuel algo de catalán, porque “en su situación” todos los idiomas son buenos. “¿O no?”. “Deja tronco, que éste ha venido a España. A España, tío. ¡A España!”. “Por eso te digo, chocolatico. Que cuides el protocolo. ¿Y tú, vives mal en África?”.

Samuel dice su edad. 24 años. Una cantidad que no compagina con su rostro envejecido y ese cuerpo perdido en los pantalones de operario una talla menor que la suya. Es el menor de 9 hermanos varones ya muertos, dice. Le quedan tres hermanas. Dos casadas. “Jóvenes, muy jóvenes”. Queda una que se busca la vida, en Lyon. “En África no se vive bien, tío. En África no se vive”, dice, sin mayor aspaviento. Son las doce y media. La Latina en pleno busca un palmo dónde poner al sol sus pieles frías de invierno.

A estas alturas, el novio de la parisina ya no encuentra espacio libre dónde dibujar una espiral más. Entretanto Philippe explica a la chica,muy animada con la charla, porqué los españoles llaman a los franceses gabachos. “Ya lo sabía, ya lo sabía. Eso lo sabe todo el mundo”, refunfuña el celoso dibujante mientras la bilis y el sentimiento colonizador delatan su antipatía por el avance de terreno de su oponente.

“Pero chocolatico, mira, no puedes hacer lo que haces”. Vuelve el banderillero, el fiel moscón de Samuel. “Si quieres trabajar en este país tienes que...”. Siento un brusco movimiento de botellas y vasos. Quiero darme la vuelta, pero me he prometido ser discreta en este paseo que ya casi llega a los 90 minutos. Me giro, suavemente, mientras escucho a un Samuel harto ya, de tanta cháchara. “Mira, no me vas a venir tú a hablar a mí de modales, ¿oíste? ¿oíste?”. Samuel sostiene por la camiseta al chico del aro en la nariz. Le habla cerca, muy cerca. Los músculos de sus mejillas están en tensión. Los míos también. Aunque en el fondo, muy en el fondo, desearía que le propinase un sólo puñetazo en el centro de la cara. Para seguir bebiendo nuestras cervezas, bajo el tibio sol de marzo. Que aunque lo parezca, no es amable... con nadie.

“¿Qué pasa negrito? Si te lo digo por tu bien. ¿ves? Después viene gente como mis padres, y dicen que vosotros los negros venís a liarla y ¿quién los convence de lo contrario?... El protocolo, chocolatico”. Philippe deja por un momento su charla con la chica parisina. Coge a Samuel del hombro. Susurra palabras al oído de su amigo, que vuelve a calmarse en vano, porque no le queda de otra, porque partirle la nariz al chaval no le devolverá lo que tuvo ni le traerá más de lo que tiene. Es la una menos cuarto. Philipe aún no conquista a la chica que no es su novia. Samuel no ha podido partirle la cara al españolito y yo aún no termino el manuscrito. Y la luz nos baña a todos, por igual. Triste. Infelizmente. En esta mañana de tibio sol de marzo en La Latina.

martes, 1 de marzo de 2011

Hijos de la medianoche

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Quizás deba carraspear para escribir esto. Quizás deba encabezar querido diario y hacer punto y aparte. He cumplido la edad de las crisis, de los eventos impares. Y los hielos se agolpan alrededor de cosas prescindibles; las que pasan al otro lado de un número primo; las que ocurren cuando no se tiene edad suficiente para ninguna categoría. Es muy pronto aún para la F de fracasado. No hay motivos para la E de Exilio, tampoco méritos suficientes para la X de Extranjero. Yo me he limitado a heredar una nacionalidad; en ella me acomodo sin problemas, sudaca de padre español. Pasajera en trance, diría Charly, pero tampoco. Y yo que crecí pensando que Eleanor Rigby era tan sólo una canción bonita.

He conversado este fin de semana -demasiado-, sobre personas, historias y hechos que debían ocupar un lugar remoto. Me descubrí como quien se abanica y bebe un vaso de papelón con limón, sentado en su caserón 'modernista' mientras los muros se caen a pedazos sobre su antigua casta y la hierba del jardín crece, salvaje. El trópico siempre tiene apetito. Siempre devora a quienes lo habitan, incluso en la distancia.

Hablábamos, como siempre, de la trampa de la vuelta. Oh sí, volver. A dar batallas, peleas. A partirse el pecho. Como si fuera posible; te lo van a partir antes. Hablábamos, como siempre, de cifras. ¿Son 180? No, no 190. Mi madre ha cogido la costumbre de mandarme las cifras de muertos por violencia que consigue en los periódicos. Cuando leo su revista de prensa me doy cuenta de que el país donde nací tiene cortes de branquia. Para desangrarse mejor.

Lloro en un sillón verde con forro de tela pana. Lloro desconsoladamente, sin saber porqué. Lloro como los niños. Con los pulmones abiertos. Con la espalda. Las piernas y las manos. Lloro con todo el cuerpo. Lloro de rabia y despecho, porque el país que echo de menos es algo que ha dejado de existir. Y que incluso, producto de la nostalgia, he llegado a maquillar.

Dos amigos hacen lo que pueden por espantar mi tormenta de rabia, vino y mocos. Y quisiera preguntarles si no somos, acaso, como Los hijos de la medianoche, si no estamos en ese minuto que antecede al fin de un día y el comienzo del siguiente: extraviados, provisionales, viajantes, gitanos, descastados, periféricos de una clase media europea en la que somos el agua del aceite; gente que no va a encontrar lo que dejó, gente que ha perdido sus recuerdos comidos por las dormideras.

Si la desaparición es una cualidad no exclusiva de los seres vivos, podemos suponer, también, que se esfuman los orígenes y las certezas. Que la vida es reposición de lugares y no la idea permanente del mismo. Que todo cuanto hemos sido hasta ahora son sustituciones. Prototipos. Versiones beta. Me pellizco. No puedes volver a un país de gente muerta, personas invisibles, extranjeras en su propia calle y entre sus vecinos. Mirar atrás no tiene sentido, pienso. Cuando te des la vuelta, ya todo habrá desaparecido, otra vez.

(*) Fotografía publicada en el diario venezolano El Nacional en su portada durante el mes de diciembre de 2009. En la gráfica están retratados un grupo de cadáveres, apilados sin ninguna dignidad, en la morgue de Caracas, colapsada por el desborde sus instalaciones. Tan sólo en los primeros seis meses de ese año, la institución recibió 2100 cadáveres por homicidio. La imagen le valió al rotativo una demanda de la Fiscalía y la prohibición de publicar otras fotografías de este tipo.