sábado, 27 de agosto de 2011

Apuntes para una patología del Bartleby (o lo que ocurre después de leer a Andrea Camilleri)

No llegó a desarrollar del todo Vila-Matas una teoría completa sobre los ágrafos. Le faltó, acaso, una sintomatología no ya de la página en blanco, sino también otra, reservada exclusivamente para el mal de alturas –que no el de Montano- que produce en algunos la línea continua de una frase ya escrita.

Una vez abatido el blanco del folio, el lenguaje se convierte en un accidente. ¿Consiguen los Bartlebly salvarse con tan sólo escribir? Pues no. La sensación de haber escrito una página o dos supone, también, el riesgo de contraer otro mal, bastante peor.

La contemplación sobre lo ya escrito siembra la duda sobre si el resultado tiene sentido o si se trata sólo de una montaña de restos vertidos, malamente, sobre la cuartilla en blanco.

El padecimiento de ese segundo pánico –el primero, escribir; el segundo, escribir bien-, obliga a reponerse de la sospecha sobre si el texto final es lo que se quería decir, o si es, en verdad, lo que se podía escribir. Es en ese momento cuando el texto se convierte en un lugar arruinado; en el restante de la idea original: un párrafo hecho sobre lo que nos fue posible escribir y no sobre aquello que queríamos escribir.

Toda idea escrita es una idea talada. Es la silueta final extraída, a golpes, de un árbol derribado –el personaje que parecía perfecto, la anécdota jugosa-. Y es sobre ese resto ya conseguido –el personaje flojo en lugar del Ulises; la anécdota averiada en lugar del viaje- que el Bartleby –el procastinador- se convierte en escritor ebanista: alguien que escarba para tratar de extraer una forma digna del bloque de una madera todavía demasiado verde.

Los hay prácticos, ebanistas a quienes con la sola silla basta, ¿para qué más? ; otros, en cambio, despistados por la trampa de la corrección, tallan orlas sobre una silla que ni es tal, ni sirve para sentarse. Entonces el demorado esperpento se convierte en el lastre de un carpintero sin oído, alguien incapaz de escuchar la idea original que no advirtió, desde un comienzo, en los anillos del tronco que llegó a sus manos.

El papel, como la madera, cruje. Ofrece vetas y despistes. Ni es blanco ni está vacío. Sobre él está la sombra, la levísima opacidad, donde reside la diferencia entre una palabra y su accidente.

¿Realmente sabe recorrer el escritor el camino que separa la idea de aquello que finalmente se convertirá en objeto literario? La respuesta a esa pregunta tiene dos opciones: o la emprendemos a hachazos para talar la idea equivocada, o esperamos, pacientemente, a que pase de idea posible a idea madura.

El tamaño del accidente literario ocurre mientras se escribe la idea literaria. Se acomete, ahí, en la transferencia de pensamiento a lenguaje. De ahí que, una vez hallada y acometida, quienes consiguen la idea –lista o no- y la escriben, se agarren a un resultad como si fuese irrepetible. El miedo no surge ya ante la posibilidad de lo escrito sino ante la imposibilidad de no poder volver a escribirlo. Y es entonces cuando el escritor se paraliza ante ciertos y pesados adefesios.

¿Borrar o borronear? Desechar del todo la artesanía o entretenerse en ella –muchas veces para empeorarla-. Nunca como en esos momentos había resultado tan incómodo el shit detector de Hemingway . ¿Qué hacen, en realidad, los escritores que corrigen? ¿Perfeccionan o dan rodeos? ¿Escriben o retocan lo ya escrito? ¿Crean o se consuelan? Entonces el escritor leñador se convierte en uno mineral, alguien que adopta la idea talada como una gruesa roca de la que hay que tirar.

Resignarse con lo ya escrito supone, insisto, quedarse sin pulmones para recorrer la distancia entre lo posible y lo escrito, un enorme desierto en el que los textos parecen inevitables, irreversibles, cuerpos derrotados con los que tendremos que conformarnos, como si de averiadas criaturas se tratara –y las alimentaremos, que es lo peor-.

¿Estaban exentos de este mal autores como Coetzee, a quien no le sobra ni le falta una palabra? ¿Se vacunaron Fante o Carver contra ese virus o son ellos el resultado de la capacidad para reponerse a lo ya escrito?

No lo sé. Y me pregunto, releyendo mis notas sobre La captura de Macalé, de Andrea Camilleri, cuándo y cómo surgen las ideas sencillas y eficaces; cómo y de qué manera es posible traerlas al lenguaje sin el fórceps de las propias limitaciones. ¿Cómo el mosquetón de Michilino, o el simple recurso del gramófono con la voz del Duce, pueden resultar tan perfectos? ¿Cómo evitan la tentación de la obviedad?

Insisto: no ha terminado Vila-Matas su empresa del ágrafo. Ni mucho menos una genealogía del Bartleby

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martes, 23 de agosto de 2011

S, de sordera.

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Antes de dejarlo en la recepción del hotel, quedamos en citarnos, para hablar de literatura, de happenings, de la izquierda muerta y remuerta en el banquillo. Pero ya había sido suficiente. Así que lo dejé a solas con su vejez.

No supe más nada de él. Soy un público desleal, ya no me quedo hasta el final de la función. Todos los que se sientan frente a mí sostienen su ginebra, brindan con hielos borrosos. Hablan, dicen cosas que nadie les ha preguntado. Creen que les creo. Me piden que aplauda sus discursos. Pero yo sólo quiero correr. En ese momento sonó mi teléfono móvil. Lo dejé timbrar.

Aparqué el coche. Me bajé frente a un quiosco y compré un mechero. Antes de volver por el poeta al antiguo Hotel, cogí el poemario. Leí diez páginas y cerré el ejemplar. Cogí un pitillo de la cajetilla casi entera. Encendí el mechero y prendí fuego al libro, que ardía fácil gracias a ese papel burdo que usaron para editarlo. Lo miré arder y aspiré su lento aroma. Porque en un ciudad donde todo se pudre, el olor a quemado libera. Produce el efecto de las hojas que se queman en los patios de los pueblos. Aleja. Incendia.

viernes, 12 de agosto de 2011

Un clavadista en el Hudson

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“Mañana, y mañana y mañana/ Se desliza en este mezquino paso de día a día/A la última sílaba del tiempo testimoniado/ Y todos nuestros ayeres han testimoniado a los tontos/El camino a la muerte polvorienta / ¡Muere, muere vela fugaz! La vida no es más que una sombra andante jugador deficiente/Que apuntala y realza su hora en el escenario Y después ya no se escucha más. Es un cuentoRelatado por un idiota, lleno de Ruido y Furia,Sin ningún significado”.
William Shakespeare. Macbeth


Antonio Diez practicó la coreografía de los detectores de metales. Contestó la verdad y nada más que la verdad. No llevaba cocaína en el estómago y no tenía intención alguna de secuestrar un avión para estrellarlo contra una torre. Que la funcionaria le rociara con el tufillo del imitador le ofendió. No tenía intención. Y en el caso de que lo deseara, ¿para qué copiar lo mil veces visto? Para destruir una ciudad entera, no necesitaba plagiar un atentado terrorista. Podía pensar y producir uno mucho mejor. Uno mucho, mucho mejor.

La pista de aterrizaje brillaba como un tenedor recién pulido, mientras la turbina del vuelo de American Airlines rascaba los vidrios con su ronquera. El reloj del pasillo daba las dos de una tarde sin baterías. Antonio Diez miró al resto de los pasajeros. Mataban el tiempo tocando las pantallas de sus móviles con la yema de sus dedos. El aeropuerto se convirtió en un enorme cementerio, un horno crematorio con aire acondicionado en el que alguien funde sus últimos cartuchos antes. ¿Me quieres, amor? Llámame al volver. Cuándo regresas. Una lista de reclamos y esquelas para el tablero tartamudo de llegadas y salidas; un sitio en el que alguien, siempre, está de paso. Pero Antonio Diez no tenía municiones, tampoco blanco para descargarlas. Por eso apagó el teléfono.

Se dirigió con pereza hacia el avión. Lo recibió un olor dulzón, una mezcla de azúcar ahumada y pan frío. Esquivó, aceptó y pidió disculpas, hasta dar con el asiento. Cayó derrotado en la butaca y pegó su nariz al cristal. El despegue le asestó un golpe entre los ojos. A su alrededor, la cabina se convirtió en una estampida de vasos plásticos, botellitas, menús enjaulados en bandejas y frutas tristes para viajeros sin hambre. Siempre odió de los aviones su rara manía de ataúd. Porque todo en ellos es pequeño. Provisional. Incierto. Como deben de ser las cosas bajo tierra... ¿o sobre ella? En las épocas en que se dedicó a cubrir las campañas electorales para la sección Nación del periódico, Antonio Diez entendió que los pasillos de los aviones privados son siempre mejores que estas jaulas públicas llenas de ovejas y turistas. Viajar. Conocer. Creer que el mundo es bello y abarcable desde un asiento de 40 centímetros. Necedades. El mundo, testimoniado por tontos, pensó. Leer el cuento completo


Oscariana, 2011.
Relato presentado( con el pseudónimo Oscariana) al 66 Concurso de Cuentos de El Nacional (Mención)