viernes, 30 de septiembre de 2011

El efecto Musaka de Las Tablas

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Habito -durante algunas horas del día- una nueva zona de la ciudad que bien podría haber sido alfombrada por un decorador perverso. Se trata de un lugar ideado por Marc Augé en medio de una noche de cena copiosa y sueño indigesto. Las Tablas, insisto, el barrio que ahora frecuento por trabajo, es un NO LUGAR en su aspecto más práctico y menos teórico.

Habló Augé en su libro NON PLACES. Introduction to an Anthropology of Supermodernity de la tendencia -ya clásica- de los habitantes de la postmodernidad a volcarse en "no lugares", es decir, espacios desprovistos de señales propias y que se basan en la condición genérica de todos los intercambios que se generan en ellos. Son "no lugares", justamente por su condición de pasillo, de sitio de paso.

Espacios donde todo es anónimo y provisional. Lugares donde los habitantes se convierten en transeúntes y los lenguajes en convenciones, a saber, elicono de hombre o mujeres en las puertas de los servicios; el no pase, no fume... ¿Cuáles son algunos de estos espacios? Pues los aeropuertos, centros comerciales, es decir, todo aquel espacio que tiende a mimetizar a los individuos entre sí y con el entorno.

En ese sentido, este raro condominio de una clase media reconvertida en pseudo-acomodada colmena, encaja perfectamente con la tipología Marc Augé, sólo que en un grado adicional. Porque al NO-LUGAR habría que sumarle una cierta desertificación, por no comentar el tono abiertamente artificial de lo que ocurre en su interior. En cristiano: este lugar es como vivir en una maqueta. Es un simulacro de barrio que bebe del gran río de la Autovía a Burgos y cuyos árboles más altos no llegan a la altura de una oveja.

Grandes y calvas calzadas, espolvoreadas con cacas mínimas, de perros mínimos, que se diseminan por la acera como puntos negros en un cuadro de Miró -Dalí solía decir, a menudo y de forma bastante peyorativa, que Miró pintaba caquitas, y mirándolas, las caquitas quiero decir, me río con cierto asombro de cuánta razón llevaba-, y por las que transitan, sobre eso de las siete de la tarde, desaforados individuos, practicantes de esa ridiculez que no ha dado por referenciar como jogging, como si la empresa de echar a saltar, quedarse sin aire y sudar copiasemente sólo pudiese ser dicho en inglés y no es español.

Pero bueno, el anglicismo no es, realmente, lo que nos ocupa. El motivo de mi perplejidad es el efecto Musaka de Las Tablas, esa rara sedimentación de una nueva clasificación en los tipos del asentamiento humano -tenía que haber carne picada de por medio, claro está-. Es como un polígono industrial venido a más, el lugar al que se mudan empresas como Telefónica que, a manera de un Capitolio, esparce su autoritaria y blanca modernidad arquitectónica en un edificio que bien podría ser una caja de zapatos o un horno crematorio. Pero volvamos, volvamos a Las Tablas...

Grandes bloques residenciales -de ladrillo, todos-. Amplias y largas avenidas cuyos nombres para nada correspoden al desangelado periplo que, quien camina, debe de hacer por ellas. "Es muy fácil, atraviesas el camino del Apóstol Santiago, y llegas en unos quince minutos". Sí... quince minutos donde no verás nada, excepto ladrillo.

Es una zona pensada para gente con coche. Gente dispuesta a perder buena parte de su tiempo incorporándose a la autopista o que gusta -por defecto o vocación- maltratarse el paladar con las ensaladas del Vips o las revisiones marketininianas que hacen los emprendedores del bocata. ¿A qué me refiero? Pues a algo tan pedestre como central. En Las Tablas no hay bares. Uno. Y lo más importante. NO hay bares tradicionales, sucios, de papelajos en el suelo y tibias cañas para la tarde que agobia. El rastro humano de lo que ocurre es, en cambio, frío y discreto.

Es una zona pensasa para gente que no ensucia -no hay una sola papelera- o no produce basura. Es, como he dicho, una versión agigantada de la pesadilla imnobiliaria que podría atormentar a los arquitectos japoneses, y cuya sospechosa tranquilidad nos hace pensar que algo siempre está a punto de volar en pedazos.

Contemplar un espacio tan grande en el que, invariablemente, no pasa nada, genera la sensación de de que, en efecto, algo horrible podría ocurrir de pronto: el aterrizaje forzoso de un avión, la transformación de una piscina en un volcán urbano, la aparición de un Godzzila de goma o un Barney de poliespam, o la sencilla voladura espotánea de uno de estos enloquecedores condominios donde todo es igual.

Porque todo aquí es igual y tiende a reproducir, incluso, un cierto día de la marmota, a saber: las madres con los mismos cochecitos; las tatas -todas sudamericanas- con su invariable, cursi y sospechoso aroma de colonia mezclada con sudor; los emprendedores -porque los hay- que inventan, en el medio de la nada, una cafetería que bien podría estar en un núemro par de Ortega y Gasset, lugares donde no falta el nesspreso -frío- a dos euros y un recipiente de ensalada mixta -no de la de toda la vida, sino peor- a diez euros.

No soy hostil con el barrio por el que ahora peregrino para comprar una cajetilla de tabaco. No, por favor, no me malinterpretéis. Sencillamente me maravillo ante la capacidad que tiene el ser humano para convertir lo que habita en un lugar similar al de sus propias ensoñaciones. Comfort, comodidad, espacio, tranquilidad... Si a eso vamos, las funerarias también son luminosas, también son cómodas y para remate, también son muy tranquilas.

Camino, lenta y agotadamente, en la búsqueda de mi cajetilla. Camino, lenta y agotadamente, mientras pienso estas chorradas, estas antológicas y peregrinas perpelejidades ante lo que me ha dado por llamar Musaka inmobiliaria. Las Tablas, este sistio, tan raro, cuyo nombre suena a construcción, a obrero a pie de obra y a mezcladora de cemento... Las Tablas. Qué lugar, señores, tan extraño.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

De la serie postales periodísticas

El editor venía de un lugar pintoresco. Afirmana el buen hombre que, si le rajaban, brotaría de él Roma entera. Que la cultura no podía ser gratuita y que lo mismo le daba que fuesen tabletas o papeles. Lo suyo era vender. Eso lo soltó al momento del frío bronwnie. Miré mi cucharilla sin entusiasmo. Por él, por el postre. El editor, decía, vino de un lugar pintoresco. 61% lectores más que el trimestre anterior. El editor, les dije, venía de un lugar pintoresco.

Y olé.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Summertime (Primera entrega)

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De pronto, me quedo sin excusas, a solas ante esa puerta. La voz calla, de golpe, en mitad del estribillo. Entonces me entra la paranoia… ¿Puede verme quien canta? ¿Acaso me adivina, respirando, al otro lado de la puerta? ¿Puede una voz oler? ¿Puede una voz acercar a una presa hasta su cueva..? ¿Puede…? La hendidura de la puerta que al comienzo me parecía del tamaño de una pelota de fútbol ahora me resulta más grande, más profunda. Mirándola bien, parece un cabezazo. Y a media que lo compruebo, doy un trago fuerte de saliva. Nadie atraviesa la primera planta. Nadie se asoma. Me alejo, de a poco. La puerta podría estar abierta. Podría no tener pasador. Podría esconder tras de sí algo terrible. Retrocedo, tratando de deshacer el camino, de borrar mi presencia como quien dispersa un olor batiendo las manos. Pero mi rastro ya está en el aire y mi silencio ocupa tanto espacio como mi cuerpo. Soy el intruso en esta campiña de antidepresivos, gritos y baldosas blancas. Si esa mujer sabe que la escucho, ¿reaccionará como los animales? ¿Lo hará con miedo y furia? ¿Me morderá … para arrancarme el corazón de un bocado y huir con él entre sus dientes? ¿Los arpegios que escuché hasta hace un momento son los de la voz de la locura llamándome de apoco como lo hace la ira con los vengadores? El silencio comienza a durar más de lo conveniente, se extiende hasta dejar de parecer una amenaza. Dura hasta echarse a perder... De haber echado a correr, debí de haberlo hecho hace ya tiempo. Correr fuerte y locamente hasta perderme por los pasillos de la planta uno, hasta dar de bruces contra un jonkie o una enfermera. Correr y correr, hasta llegar a la espartana habitación de cama individual y ventanas con rejas en la que habito desde hace unos meses. De haberlo hecho, de haber decidido huir, tendría que haberlo hecho hace ya un rato. Pero no. Ni lo hice ni parezca que vaya a hacerlo. Avanzo los dos pasos que retrocedí. Me acerco a la puerta, lo suficiente. Retomo la silueta de lo que ahora estoy segura es un cabezazo. Golpeo, primero una vez… Toc. El silencio continúa, se esparce como una desilusión ¿Se habrá cansado de cantar? ¿Decidiría darse la vuelta, aburrida, la mujer de aquella voz? Sé de mujeres que han hecho de su hastío verdaderos recitales. Sé de ellas tanto que preferiría olvidarlo. Las que escriben porque se aburren. Las que de tanto dar vueltas sobre su silencio acceden al momento lúcido de acabarse. Las que, sordas de tanto fastidio y derrota, se rebanan las muñecas o cometen una locura. Entonces insisto, por si acaso. Golpeo, de nuevo, esta vez con más decisión. Toc. Pero nada pasa… Entonces comienzo a sentirme más loca, más demente y extraviada que el resto de quienes habitan este lugar. Más sola y absurda que hace unos meses. ¿Aluciné el Summertime que me hizo salir de mi habitación de puertas abiertas para bajar tres plantas? ¿Me trajo mi aburrimiento hasta aquí? Por este pasillo he visto pasar decenas de mujeres. La que quemó su casa porque así se lo dictaron las voces vikingas de sus sueños. La que toca a las puertas del comedor, todos los días, a la misma hora, para preguntar si por ahí ha pasado Amador. La que se come la punta de los cabellos hasta babearse completo el pijama azul. La que profiere insultos como quien reparte sal sobre una ensalada. La otra, la que saca de su bolsillo un puñado de lentejas para contar las mismas diez veces los mismos treinta granos. He visto muchas mujeres locas. Pero sé, porque lo sé, que no soñé esa voz. No la soñé, a alguna de ellas tiene que pertenecer. Alguna de ellas debe de creerse, porqué no, la Bess que canta a un niño inexistente para que duerma con sus nanas. Y me quedo aquí, esperando a que ocurra de nuevo su voz. Me quedo, a la espera. Me quedo y golpeo, de nuevo, mi toque tímido de intruso o de presa. Toc… Estoy por darme la vuelta y rendirme cuando escucho un Toc hecho con la misma y débil intensidad. Un Toc tímido y vacilante. Un Toc que parece un sonrojo. Respondo al toque con otro, algo más fuerte. Y entonces brota de la manera, otra vez, la respuesta. Toc. Toco yo, dos veces más. Responde quien habita detrás de esa puerta. Toc, toc. Y a la manera de un espejo imposible, alguien me sigue de oídas, alguien se refleja en la madera de un pino muerto. Toc, toc, toc, pruebo. Toc, toc, toc, me responde. Vuelvo a mirar la hendidura, profunda, sobre la superficie de la puerta. ¿Me advierte algo este cráter? ¿Sabe cosas que yo ignoro? ¿Quién imprimió ahí la huella de su frente y por qué? Me demoro. Miro la puerta, como pidiéndole que me susurre qué debo hacer, qué debo decir ahora.

viernes, 23 de septiembre de 2011

El movimiento del caballo


He comenzado una novela de Andrea Camilleri que tiene por epígrafe una cita del ajedrecista ruso Anatoli Karpov:

"El caballo es la única pieza del juego que puede saltar por encima de las demás. Se mueve de una manera verdaderamente especial, describiendo una L: primero dos casillas en horizontal o vertical, como una torre, y después una casilla a la derecha o a la izquierda. Un detalle que no hay que olvidar: un caballo que sale de una casilla negra siempre va a parar a una blanca. Y, al contrario, un caballo que se mueve desde una casilla blanca llega siempre a una casilla negra. El caballo puede saltar por encima de cualquier pieza".
Leo la cita en medio de un vagón de la línea uno del metro. Estoy rodeada de gente que me impide el paso. Son las ocho de la mañana y no me apetece avanzar en líneas rectas. No quiero que para llegar a Plaza Castilla sea necesario atravesar primero Sol, Gran Vía, Tribunal, Bilbao, Iglesia, Río Rosas, Cuatro Caminos, Alvarado, Estrecho, Tetuán, Valdeacederas y entonces, sólo entonces, Plaza Castilla.

Quisiera, también, que al bajar en el andén, fuese posible salir por una ruta distinta a la que alguien ha trazado y que acato, invariablemente, para poder llegar al Terminal de Autobuses de la Superficie -donde más gente agolpada me rodeará- y en el que cogeré un bus que me llevará, circuito de por medio, a la dirección a la que no podré llegar de no atravesar la calzada de líneas rectas, verticales y horizontales.

Me siento un pacman con tacones, alguien a quien se le ha retirado, por completo, la potestad de atravesar un descampado o saltar la autovía cogiendo carrerilla como Mario Bross -25 años de videojuegos no han pasado en balde-. Pienso al respecto y me preocupo. Porque yo, a diferencia del caballo, no puedo saltar por encima de cualquier pieza.

Y de pronto, podría coger entre mis manos uno. Un caballo de los negros como aquellos del ajedrez en la mesa del sótano de la casa. Aquel tablero ejercía una fascinación sólo superada por el caballo que invariablemente sustraía para hacerlo cabalgar por toda la casa repitiendo su paso de L. El caballo, la primera pieza que me enseñó a mover mi padre. La que memoricé, justamente por su fácil ele, una consonante con privilegios aéreos.

A diferencia del antipático alfil o de la aburrida torre, el caballo puede saltar. También es cierto que lo que un alfil haría en un solo movimiento si no tiene ninguna pieza de por medio, al caballo le tomaría seis. Sin embargo, y si algo lo distingue, es que no está obligado el rocín a permanecer pegado al tablero. No necesita que otros le dejen pasar. Todo puede volver a inventarlo en las posibilidades de su propio movimiento.

De pronto, como cuando tenía ocho años, me maravillo. Repaso el movimiento del caballo como un descubrimiento. Y me haría con una ficha para jugar con ella, haciéndola galopar sobre el vidrio de la ventanilla de este autobús en el que ahora viajo. Quizás hasta ensayaría un relincho, para hacer más real el simulacro infantil del juguete que no está hecho para jugar, aunque así sea.

Algunos le llaman a la pieza caballero. En inglés se le denomina knight. Ya lo decía Javier Marías en Mañana en la batalla piensa en mí, cuando extrae de la palabra knightmare, el lento hilo del sufijo femenino: yegua, mare en inglés, al galope de un mal sueño en medio de la noche. PIenso, también, en el buen Duchamp, quien después de cargarse con el gesto de un urinario el arte conceptual de los siguientes setenta años, decidió dejarlo todo y retirarse a jugar ajedrez. Menuda forma de darle la espalda al personal. Libre, y soberbio como una consonante. Seguramente Duchamp sentiría predilección por la L del caballo.

Viajo en una lenta escalera mecánica. Y hoy, a diferencia de otros días, no estoy por la labor. No voy a correr, ni adelantar, ni esquivar gente -porque, aunque lo intento, jamás lo consigo-. Así que iré, de pie, sin mover un músculo. Renuncio a amañar la ruta con saltitos que en nada recomponen los caminos previamente dados y con los que no puedo evitarme tampoco la larga fila de quienes, como yo, siguen el circuito. Fantaseo, ahora, con llegar al opuesto de mi propia casilla. De blanco a negro. Y de negro a blanco. Ser claro y oscuro, a la vez. Pero entonces pasa lo que pasa. Porque yo, a diferencia del caballo, no puedo saltar por encima de cualquier pieza. No puedo.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Los mares de Castilla

“¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?”
Antonio Machado. Orillas del Duero del poemario Campos de Castilla

Tienen las mismas propiedades que los mares y las montañas. Enloquecen o tranquilizan. Porque nada es inofensivo en ellos. Ni siquiera la línea recta que avanza con la discreción de las apariencias o el sol que pringa el final de la tarde con su lento zumo de naranja pocha. Existen, en su nombre, poemarios y canalladas. Todo junto, como un silencio de arado y autovía. Ellos, sólo ellos, son capaces de hacer la soledad. De crearla como un color sólo posible en la visagra que forman las alfombras de trigo y el azul de ese cielo que cruzan los rapaces.

Cada vez que los atravieso, ocurre lo mismo. Me hago Ulises sin pensarlo. Cambiándolos y haciéndome cambiar por ellos. Cada vez que atravieso los campos de Castilla me da por pensar que todo héroe necesita de un paisaje que ocurra dos veces. Uno arriba, otro abajo; cielo y tierra, unidos por la rara línea de un horizonte de cerros calvos y pueblos con torres. Cada vez que los atravieso, me da por creerme libre y sacar la lengua al viento. Son ellos, supongo, los campos de Castilla. Ese naipe raro de reinas muertas, pasajeros lejanos y pueblos dormidos.

Dijo de ellos Machado que eran varoniles y adustos. “Desdeñosos contra la suerte”. Campos de guerra y muerte. Escribió el poeta, en 1908: “Sabemos que la patria no es una finca heredada de nuestros abuelos, buena no más para ser defendida a la hora de la invasión extranjera . Sabemos que la patria es algo que se hace constantemente y se conserva sólo por la cultura y el trabajo. El pueblo que la descuida o abandona, la pierde, aunque sepa morir. Sabemos que no es patria el suelo que se pisa…”. Si llegara a ser así… Si llevara razón el poeta, ¿qué hacen estas llanuras con el forastero? ¿Qué embrujo ejercen? ¿A quién emboban, entonces, los campos de Castilla con su amarilla calma?

Si llevaba razón el poeta, me pregunto… ¿Quién consigue las patrias? ¿El que las busca o sólo aquel que las encuentra? ¿Dónde se hacen? ¿En el rugido del viento a cien por hora? ¿En el filo de la necia ventanilla ? ¿En esa línea continua a la que van a morir las tardes al final del campo? ¿Allí donde los girasoles tuercen el pescuezo… dormidos o marchitos? No es patria el suelo que se pisa, dice el poeta, sino el que habita y nos habita.

En 1967, el pintor chileno Jorge Vidal visitó Valladolid por primera vez. Diez años más tarde, en 1976 –un año después de la muerte de Allende-, Vidal se radicó en la ciudad. Allí, el chileno se fue haciendo pucelano. Vistió el exilio sin abotonar nostalgias. Formó parte activa de la Sala Jacobo, galería de arte fundada por Fernando Santiago en 1966 y que junto con la librería Relieve constituyó el epicentro del grupo Simancas, del que Vidal fue activo y prolífico integrante. Tal y como define Fernando Gutiérrez, comisario de la exposición que sobre este grupo se exhibe en el Museo Patio Herreriano, los artistas de Simancas tenían como única preocupación el “compromiso con la tierra que los vio nacer”. Una especie de pacto, “una reivindicación identitaria y esencialista de los campos de Castilla”, que en la paleta de Vidal adquiere siluetas y colores simplificados; colores adquiridos en el quehacer del asombro y la querencia del que sabe descastado.

¿Nace una patria afectiva entre los surcos de trigo que todavía no es pan? ¿Países sentimentales? ¿Hogares a la intemperie? Se parecen los lisos campos de Vidal al paso del Ulises que dejándolo todo atrás, encontró otro mar. Hombres de puerto. Hombres de campo. Hombres viejos que no entiendo. Hombres solos que me resultan familiares.

Veo la autopista consumirse en el trasiego del regreso. Y lo hago pensándolo en los ocres de Vidal. Miro porque no puedo correr. Miro como se hace con los incendios, con ganas de arder y tatuar. Miro… Campos de Castilla, ardiendo, a solas, en el acento lejano de sus torres sin cigüeñas. Campos de Castilla, ahí, tan quietos. Campos de Castilla y su seco oleaje de mar…