miércoles, 17 de julio de 2013

Verano

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Hay cosas que sólo ocurren en verano: las mesas de manteles limpios y platos relucientes; las cervezas frías que se beben de dos en dos; los aviones que llegan a mediodía y la dulce resaca de las aceitunas a deshoras.  También los regalos que salen a la luz después de meses en el armario, las ceremonias del equipaje deshecho y la idea momentánea, pero suficiente, de que sí, en efecto, estamos juntos de nuevo.
En el salón de casa hace un calor compacto que las aspas del ventilador apenas logran remover. Saco de una bolsa Escenas de una vida de infancia, de Coetzee, el autor favorito de mi hermana. Extiendo sobre la mesa un pliego de papel rojo y corto cinco trozos pequeños de cinta adhesiva. Antes de envolverlo, abro el libro. Leo la primera página: título, editorial, autor y traductores,  que en este caso son tres.
Uno de ellos es Juan Bonilla, el que considero, desde hace meses, mi mayor hallazgo literario, un especie de aliado en la perezosa vocación de mi propia escritura. Coincidencia feliz, papel de envolver rojo. Y comienza entonces la papiroflexia, la lenta ceremonia de envolver un libro que alguien más leerá, un evento pasado de moda que proporciona tanta alegría como lamer estampillas o cerrar sobres después de humedecer el pegamento con la lengua.
Me cuesta un poco terminar la tarea. Que el papel luzca liso, prieto, perfecto. Que el libro parezca una mano enguantada o una cintura pequeña en un vestido deslumbrante. El calor aprieta y el cigarrillo que olvido fumar ya es tan sólo una barra  de cenizas en un recipiente sin colillas.
Insisto: hay cosas que sólo ocurren en verano. O quizás sea el verano el que viene con las cosas que ocurren. No lo sé, mañana, a las once, llega el vuelo. El regalo de mi hermana ya está envuelto.