sábado, 29 de marzo de 2014

La cara B del látigo de Capote

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Todos los días me levanto con el mismo miedo. “No seré capaz”. Se esparce entonces en mi mente, enchumbadita, aquella nube que comenzó a condensarse en mi cabeza cuando entré al colegio en primer grado. Tenía seis años y una debilidad extrema por la gomina (ni un cabello chusco debía sobresalir de mi coleta).
En aquel entonces, sacar buenas notas, en lugar de hacerme sentir bien, me generaba una angustia terrible. “¿Podré mantener esa nota los próximos trimestres?”.  Aquella desazón, de la que no tengo un recuerdo previo sino hasta los años del colegio,  se inauguró justo el día en que comencé a utilizar uniforme de pantalón azul marino, mocasines negros y suéter de la marca arena con el anagrama del colegio.
Desde ese entonces, acaso por la confusión entre lo que me gusta y lo que debo hacer, hago las cosas con una angustia secreta, una desazón que parpadea sin parar, como un anuncio de neón de los noventa. Como si, en la mente, una voz me hablara a gritos. Algo así como un cabo o un general con fusta, que a veces se va de paseo pero vuelve al rato más enfurecido todavía. “¿Es que no has terminado aun?”, grita en alemán. Aunque, claro está, yo no hablo alemán. Pero me hago la idea de cuan terrible debe sonar.
Por eso me gustó tanto el Bartleby de Melville remasticado por Vila Matas. Porque esa idea –“preferiría no hacerlo”- compite en mi cabeza con su opuesto. Y entre querer y no querer, entre deseo y deber,  algo se deja colar. Y entonces hago lo que me toca –leer, escribir, levantarme de la cama, salir a la calle-. Pero siempre con esa desazón sobre lo que es o no suficientemente bueno. Y yo nunca he sentido que algo haya alcanzado jamás la suficiencia.
Es tópico, ya lo sé, pero la frase de Truman Capote –esa que afirma que cuando Dios te da un don, te da un látigo, para que te azotes con él- fue uno de mis peores  descubrimientos morales. No estaba yo segura de tener un don –a ratos lo pienso, a ratos no- pero si de algo tenía certeza era de la existencia del látigo. Desde entonces nunca lo suelto. A diferencia de la gomina, no dejé de usarlo jamás.  De hecho, lo tengo aquí, a mi lado.
La gente con certezas me genera ansiedad. Y aunque sé que me engañan, que no están tan seguros como parece –si citan a Baudrillard lo descubro al instante-,  me ponen a la defensiva. Quizá por eso, la mayoría de las veces, en lugar de preguntar afirmo, como si atacando me protegiese, como si espantando –de la boca para afuera- la duda, apagara por unos instantes el anuncio de neón -¿serás capaz? ¿no serás capaz? ¿serás capaz? ¿no serás capaz?-. En una ocasión no pude apretar el interruptor. Y pasó lo que pasó.
Fue en una conversación con Leila Guerriero. Yo acababa de leer su texto sobre el bovarismo. Me encontraba muy revuelta y acudí a la cita con el veneno circulando en mi sangre. Sé que mantuve el tipo el tiempo que duró el encuentro. Al salir, camino al metro de Gran Vía, me eché a llorar y fui caminando hasta la estación dejando un reguero de trocitos. Me sentí cansada, agotada -como hoy-. No sé si porque ese día percibí en el corazón de la argentina trazas de gomina; acaso porque me di cuenta de que ella también hacía uso de un látigo invisible o, en última y más probable instancia, porque su texto seguía emponzoñando mi pecho pequeño y huesudo.
Desde hace tiempo tengo la manía -como aquello de las certezas- de desconfiar de los que solo usan ropa con manga larga. Acaso porque me da por pensar que disimulan cortes, heridas hechas a conciencia y con voluntad en una habitación en la que nadie los ve. Cuántos de nosotros usamos manga larga, aun vistiendo camiseta de tirantes.  
Vienen a mi mente estas cosas por un motivo. Desde hace al menos un mes leo y releo un libro llamado Por qué escribo (Xordica), de Félix Romeo. El texto que da nombre al libro es uno de los más hermosos que he leído jamás. Si yo tuviera el valor que ese texto me infunde, estoy segura de que habría cogido un avión en la T4, me habría alistado en una guerra o me habría hecho apresar después de echarle jabón a la Cibeles. Es algo, una euforia limpia y bonita, de esas que sólo producen el enamoramiento y el entendimiento –en ambas cosas hay una rara luz-. El texto de Romeo es la cara B del látigo de Capote.
Si a mis 16 o 17 hubiese leído ese texto de Romeo, a lo mejor hoy sería más valiente, mejor lectora; de haberlo conseguido, quizá habría ocurrido el milagro; quizá el anuncio de neón -¿serás capaz? ¿no serás capaz?- se habría apagado definitivamente y el sargento alemán no pasaría revista en mi cabeza. Pero era imposible. Ni yo conocía al aragonés ni él había escrito esas páginas todavía.  Y así como la Emma Bovary de Guerriero me paralizó –acaso porque un poquito de arsénico en las comisuras me delata a mí también como una insatisfecha comedora de veneno-, las razones de Romeo me dan ganas de eso: de vivir, de entender, de apagar el interruptor. Yo sólo espero que alguien de 16 lo consiga a él antes que a Capote.

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